En todos los gobiernos que ha tenido Venezuela desde 1830 ha habido adulantes, mercenarios de la pluma y proxenetas en abundancia. Bolívar también contó con excelentes ayudantes, secretarios y zalameros, que consecuentemente halaban el mecate del genio militar que descansa luego de fogosas discusiones, batallas o comilonas, que también las disfrutaba. De ahí el término jala mecate como sinónimo de halagadores y serviles, que es la depravación de ser servicial, educado y atento con el prójimo.

En los últimos veinte años hemos visto cómo sin solución de continuidad un país que se cansaba de sus presidentes a los tres años de oírles discursos, sintonizar las coberturas de ruedas de prensa en todos los noticieros y periódicos, asumían que el periodo de gobierno se estaba haciendo demasiado largo y que había que hacer algo para adelantar la campaña electoral. Pasó con Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campins, Jaime Lusinchi, los seis meses de Ramón J. Velásquez y la agonía eterna que parecía el segundo mandato del heredero del Escritorio Liscano en Plaza España. Parecieron un  siglo los cinco años que separaron la reelección de Caldera hasta su negativa de traspasarle la banda presidencial al golpista al que le dictó un sobreseimiento que le permitió competir en las elecciones y ganar con el apoyo de importantes fortunas dentro y fuera del país.

Cada pausa de Caldera en sus discursos, lo despacioso de su andar y hasta que sus obligados silencios parecían a los ojos de los venezolanos “ansiosos de cambios”, de la llegada de los nuevos tiempos que todos adivinaban como trabas. Si no, ¿cómo explicar el desbordamiento de las masas que querían escuchar, tocar y si era posible abrazarlo y besarlo. Llegaba el vengador, el mesías, el caudillo, el salvador que pondría orden, que repartiría la riqueza de manera equitativa y que haría justicia social. Los nombres de los venezolanos de renombre, de líderes políticos y de opinión, también poetas, escritores, cultores populares, artistas e intelectuales en general que fueron arrastrados por el furor que alevosamente multiplicaban los medios de comunicación.Todos iban con las velas desplegadas al encuentro de la felicidad.

Cuando aparecieron los primeros contratiempos y los amagos de malcriadeces autoritarias, que no le habrían aguantado nunca a un civil, hubo “operadores políticos” que salían a explicar y a enmendar el entuerto. Los “intelectuales” hacían silencio, escribían manifiestos, salían al exterior a explicarles a los países vecinos y lejanos las bondades del proceso, de la revolución bonita que “acontecía” en Venezuela. La ceguera se recrudeció cuando los precios del petróleo se dispararon. Los viajeros con dólares preferenciales y demás raspacupos no tenían de qué quejarse.

Cuando empezaron las expropiaciones de fincas en producción y empresas no fueron pocos los que argumentaron las numerosas ventajas de la propiedad pública sobre la privada, la eficiencia del Estado. Muchos se sintieron vengados con el cierre de RCTV, como si se sintieran realizados con el deterioro creciente y vergonzoso de VTV, que pasó a ser PSU-TV. Unos cuantos se encerraron en la Villa del Cine y unos pocos en los periódicos, radioemisoras y programas culturales que todavía el gobierno podía soportar sin tener que hacer muchas concesiones. Ahí estuvieron agazapados, esperando que las musas se les despertaran. No ocurrió. No hubo Sergei Eisenstein ni Vladimir Mayakovsky. Al contrario, Román Chalbaud, Fruto Vivas y hasta los ya no tan muchachos y muchachas de Un Solo Pueblo se eclipsaron. Da vergüenza ajena que un obediente antropólogo al que le dieron todas las facilidades y fondos para organizar  el Museo del Hombre en el antiguo Cuartel San Carlos aparezca veinte años después recibiendo un diplomita por servicios prestados y nadie le reclame que no hiciera nada, y sea cómplice de la crisis humanitaria, del hambre generalizada y de la destrucción del país. Vendo frasco de amor propio y otro de vergüenza.


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