I

No culpo a quien quiera escapar de esta pesadilla. No culpo al que agarra unas cuantas cosas y se va. Tampoco culpo al que se reúne con su familia con gran esfuerzo para tener un momento de paz y contención emocional.

Claro, hay unas escapadas más “costosas” que otras. Y hay algunos que realmente no creo que tengan nada de qué escapar, sobre todo si son los autores del desastre. Pero lo reconozco, hay oportunidades que se presentan “una sola vez en la vida”, y si es en Estambul, mucho mejor.

Con toda esa introducción imagino que el lector entenderá que lo que voy a narrar aquí es un escape. Advierto de una vez, no he estado entrenando para ser orgullosamente “caminante” de fronteras, tampoco tengo 15.000 dólares para salir volando. Más de una vez he escrito que a veces me hace falta viajar, aunque sea a través de los recuerdos, a sitios, a situaciones más felices, para poder contener la ira, el llanto, la desesperación y seguir resistiendo.

¿Cómo sobrevivo? Dándome el tiempo de admirar cada cosa hermosa y buena que se me cruza en el camino. Se los recomiendo, hasta los pajaritos que cantan inadvertidamente en las mañanas deben ser fuente de maravilla. Tener gestos de verdadera bondad con otros llena el corazón de buenos sentimientos. Y así voy, aunque no consiga carne ni tenga un chef que me regale franelas.

Aunque algo de eso hay.

II

Una hilera de chef pasteleros se forma frente a la mesa en la que están expuestos los platos. Resaltan texturas que a simple vista se ven apetitosas. Resaltan colores llamativos o sutiles, alturas, diseños. Son como pequeñas obras de arte que invitan, que hacen agua la boca. Es el examen final.

Cada equipo tenía la tarea de presentar una comida completa, entrada, plato principal y postre, sobre la base del concepto de los géneros cinematográficos.

El primer plato que pusieron delante de mí era una semiesfera de chocolate con un ojo encima. Era aterrador, pero a la vez daban ganas de probarlo, sobre todo porque lo que sea chocolate para mí es un delirio. El blanco del ojo era de mousse de yogurt, la pupila enferma, amarillenta y terrorífica era un gelé de parchita. El terror se olvida cuando explota la combinación en la boca, la dicotomía dulce-ácido que sorprende, igual que en el mousse de chocolate con gelé de parchita en el centro.

Nadie se puede imaginar lo extremadamente deliciosa que resulta la mozzarella en una mousse con crujiente de tocineta caramelizada. La chef pastelera que ideó este plato principal lo explicó con modestia, pero su originalidad sorprendió a los jurados. Era una mousse semidulce que se fundía en la boca y que, al combinarla con el tocino, lo acercaban a uno al cielo. El tercer plato, el postre, fue un golpe de frescura, unas pavlovas rellenas de crema pastelera y fresas. Y con esto yo ya estaba volando, feliz, fuera de la pesadilla maduchavista.

Luego vino el drama. Y el equipo preparó una montaña rusa de sentimientos ambientados con música. El primer plato lo probé mientras escuchaba la típica canción de nuestros heladeros. Era una deconstrucción del conocido Crema Real, el favorito de mi papá; cuando probé la crema junto con la naranja me transporté y lo vi disfrutando aquella golosina una tarde de agosto en los Altos Mirandinos.

Para el plato principal sonó una gaita y me prometieron una cena navideña. No van a creer lo que les voy a describir: en el centro del plato había una mousse posada sobre un brochazo de chocolate y decorado con hermosos picos de una galleta extrafina. La mousse estaba rodeada de unos crujientes y por todo el plato unas diminutas gelatinas anaranjadas.

Preparen el paladar para comenzar a salivar: la mousse era de chuleta ahumada sobre un chocolate con especias. El crumble era de papas muy crujientes, la gelatina de zanahoria. ¡Cómo no pensar en el pernil, las papas y los vegetales! Aquel plato era una verdadera obra de arte, una verdadera celebración con fuegos artificiales.

Y al final, para cerrar con broche de oro, el postre de la abuela: un bienmesabe, pero no cualquiera, este tenía de sorpresa una gelé de ron en el medio. La cena perfecta, la nostalgia, el arraigo.

Luego vino el romance con profusión de chocolate y fresas, frescas pavlovas, tartaletas y una maravilla: galletas de tocineta con coulis de fresa.

La comedia hizo honor a Chaplin, con un cilindro de una galleta gloriosa recubierta de chocolate y rellena de coulis de fresa como bastón y unos profiteroles como sombrero. Además de una constelación de chocolate con estrellas de crema inglesa y otra mousse de queso con cubierta de chocolate blanco y coulis de parchita y kiwi para emular a la Máscara de Jim Carrey.

III

Más allá de los platos hay unas manos. Más allá de las manos hay unos chef. Más allá de toda técnica, de todo ingrediente, de todo proceso, está la creatividad.

Este escape, más que una festividad para mi paladar, fue una reconciliación. ¿Cómo un país con este talento puede hundirse en el infierno? ¿Cómo vamos a pensar que si se roban todo el dinero y acaban con todo no vamos a poder resurgir de las cenizas con este nivel de creatividad? ¿Cómo alguien puede dudar de la capacidad del venezolano para brillar con luz propia?

Sé que muchos de estos chef pasteleros se van a ir del país. Tienen con qué destacar en el mundo de las artes culinarias y se lo merecen. Porque no son menos talentosos que cualquiera que despiece una carne y le lance sal desde la altura.

Lo que yo probé no fueron postres, fue la luminosidad de nuestro sol, el frescor de nuestras montañas, la calidez de nuestras playas, la chispa de nuestra gente.

Eso me da fuerzas para seguir.


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