Es para asombrarse o para hacerse uno el incrédulo, pero mientras no brotó el espectacular chorro de petróleo en La Rosa el 14 de diciembre de 1922, desde una profundidad de 500 metros, el país no sabía muy bien qué era la clase obrera. Éramos campesinos, agricultores o ganaderos. Hubo un Banco Mercantil y Agrícola. Tomábamos café, chocolate de taza y carato de acupe. El hombre de Cojedes no sabía cómo eran las calles de Ciudad Bolívar y el de Maturín jamás había visto las de Maracaibo.

No había carreteras, solo la trasandina; no existía una geografía humana, porque tampoco veíamos a san Benito cruzar a golpe de tambor por Gibraltar, Bobures o El Batey; ni la Batalla a palos del tamunangue hasta que Juan Liscano en 1948 en ocasión de la elección, por primera vez en nuestra historia política, de un civil (¡escritor, además!), nos dio a conocer en la Fiesta de la Tradición las diversas manifestaciones del folklore revelando la existencia de un rostro espiritual y creativo. No sabíamos que dentro de aquel desolado vacío geográfico podía existir un país cultural, pero sí la presencia de alevosos militares.

Tampoco se conocía lo que hoy llamamos la clase media, ese vasto conglomerado que sufre en la hora actual los embates del régimen bolivariano que no parece descansar hasta no verla desaparecer o desintegrarse en una diáspora que arrastra consigo el hambre y el genocidio. Se la llamaba “gente decente”, una manera impropia e insultante de diferenciarse del “pueblo”.

En la parroquia de San Juan, donde yo nací, alguna casa de gente decente se veía obligada a fijar un cartel en la puerta con la advertencia de que era una “Casa de familia” porque podía ocurrir que la de al lado o la casa de más allá fuese la casa de las mujeres de “vida alegre” y resultaba frecuente que alguien para divertirse o para ofender indicara al incauto que el burdel que estaba buscando quedaba, precisamente, en la casa de la gente decente. Caracas contaba apenas con 200.000 almas. Era, en apariencia, sosegada y provinciana pero los chácharos de Juan Vicente Gómez, armados de machetes, contaminaban las calles de tenebroso pavor.

Estaba borrada la línea que distinguía o separaba una casa de familia de otra que no lo era. La mía lo era porque era estable, apreciada y reconocida; formaba parte de la “gente decente”.

Este concepto de decencia fue lo que hizo que apareciera la célebre consigna que enfrentó a Yolanda Leal con Oly Clemente en lo que se consideró como un ensayo de las elecciones que más tarde iban a elevar a Rómulo Gallegos a la Presidencia de la República. Elecciones presidenciales que, por primera vez, se realizaban de manera universal y secreta incorporando el voto de los mayores de 18 años supieran o no leer o escribir. ¡Era Acción Democrática ejercitándose en democracia!

¡Se trataba de elegir en 1944 a la reina de la VII Serie Mundial de Beisbol! Entre las diversas aspirantes se encontraban Yolanda Leal, una maestra de escuela de Monte Piedad, y Oly Clemente, la hija de un funcionario del gobierno del general Isaías Medina Angarita. El país había conquistado un apoteósico triunfo sobre Cuba en la IV serie de 1941 con la actuación de Daniel Chino Canónico como lanzador estrella.

La elección de la reina en esta VII serie despertó a escala nacional un entusiasmo jamás visto, porque el país sintió que se estaba poniendo en marcha un proceso cuyo propósito era afianzar no solo el espíritu sino la vida democrática. En apoyo a la candidatura de Oly Clemente, un locutor de radio (¡también se dijo que fue obra de un grupo político extremista!) lanzó una consigna que resultó ofensiva hacia la maestra y conspiró brutalmente contra la popularidad de Oly Clemente, puesto que sostenía a “¡Yolanda Leal para la gente sin real”. Y a “¡Oly Clemente para la gente decente!”. Un lema insoportable que luego derivó en el boca a boca como “¡Yolanda Leal para la gente vulgar!”, porque al principio no se sabía si aludía al hecho de que Oly pertenecía o era de la clase media o si, por el contrario, se trataba de disminuir y menospreciar a Yolanda por no ser “decente”.

En cualquier caso, siempre han sido más los que no tienen real que los que se ahogan en él, y el fervor popular terminó orientándose hacia Yolanda y resultó electa.

Este primer sufragio directo y popular favoreció a una mujer. El político, favoreció a un civil, maestro y novelista célebre. Una aventura que no gustó para nada a los militares porque los aires del cuartel no tardaron en agitar los cortinajes de la conspiración y el novelista tuvo que exiliarse en México.

Aquella desacertada consigna que enfrentaba a la “gente vulgar” con “la gente decente” quedó como ejemplo de intolerancia e incorrección políticas y se la consideró tan desconectada de la realidad social del país que durante años se la tuvo como espejo de un despropósito que nunca debería repetirse.

En la hora actual, la indecencia y la impunidad galopan en las perversiones del oficialismo y del narcotráfico. Pero en aquel ejercicio electoral el país conoció una gloria que comenzaba a transitar hacia la democracia. Yolanda Leal fue saludada por el presidente Medina. Luego, incursionó en el teatro, en el cine, las artes plásticas, pero venció la humildad de la maestra de escuela y la numerosa familia de la gente no “decente” que se solidarizó con ella pudo más que la corona de fantasía de la reina del béisbol y Yolanda vivió hasta su muerte en enero de 2014 la discreción de su decencia.

En cambio, en la hora actual y bajo el nefasto socialismo bolivariano, ¡el país agobiado da coletazos de indecencia!


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