Cuando Nicolás Maquiavelo aconseja al Príncipe sobre cómo conservar el poder, afirma que es más seguro ser temido que amado. El pensador florentino no se planteó si era más importante ser sabio que ignorante, respetado que deleznable, prudente que inmaduro y estrafalario, o ser tenido como un severo guardián de los dineros públicos y no como un corrupto. Si no en un sentido ético, en un sentido práctico la historia le ha dado la razón; para que un tirano pueda conservar el poder, no sirve ser amado o respetado; lo que cuenta es ser temido. Así lo atestiguan Iván el Terrible, Luis XIV, José Stalin, Adolfo Hitler, Francisco Franco, Rafael Leonidas Trujillo, Alfredo Stroessner, Anastasio Somoza, Augusto Pinochet y, para no extendernos demasiado, Fidel Castro. Ya sean íconos de derecha o de izquierda, los tiranos conocen muy bien la importancia de ser temidos y, aunque nunca hayan leído a Maquiavelo, siempre se comportan de acuerdo con sus enseñanzas.

Intimidar, inspirar temor o amedrentar a la población es de la esencia de toda dictadura. A más de un sátrapa le gustaría sentirse querido y respetado; lo primero se puede disimular con unos aduladores pagados que, tan pronto ven satisfechas sus necesidades básicas, dejan saber todo el desprecio que sienten por su supuesto benefactor. En cuanto a sentirse respetado, eso es inalcanzable para un ignorante que llegó o que se mantiene en el poder solo gracias a la fuerza bruta, y cuyo lenguaje procaz y modales ordinarios hacen impensable que alguien le pueda respetar. Pero nunca un tirano ha renunciado al deseo de sentirse temido, o a los medios para lograrlo.

En la Venezuela de hoy, con un Poder Judicial enteramente sometido al régimen, ninguna persona sensata puede esperar que se haga justicia y que se ponga un límite al ejercicio del poder. Para atemorizar a la población, si las detenciones arbitrarias no fueran suficientes, no solo se han utilizado las leyes de vilipendio, que han disminuido a su mínima expresión la crítica política, que han silenciado el debate sobre asuntos de interés público, y que han llevado a la cárcel a muchos ciudadanos. Se ha impedido a sangre y fuego, incluso valiéndose de los colectivos armados, que los venezolanos puedan salir a protestar a las calles, y se ha encarcelado a dirigentes políticos de oposición. La gente tiene miedo de que, por pensar diferente y por formar parte de la lista Tascón u otra similar, la vayan a despedir de su empleo en la administración pública, o le vayan a negar una bolsa de comida para sus hijos.

Es en estas circunstancias que se ha aprobado la mal llamada Ley contra el odio, que es incompatible con los derechos y libertades consagrados en la Constitución, y que ha servido de pretexto para dar una bofetada más a la libertad de expresión y al pluralismo democrático. Pero no era necesario tanto cinismo. ¿Era preciso que, quienes han exacerbado el odio y la división en este país, aprobaran esa ley para perseguir incluso el pensamiento? ¿Era necesario aprobar una ley para hacer lo mismo que, en contra de la Constitución y sin ninguna base legal, se está haciendo desde hace años? ¿Hacía falta más control político que el que el régimen ya tiene sobre la población? ¿Era indispensable dejar al descubierto toda la incoherencia, la ignorancia y la pobreza mental de los redactores de esa ley?

En la historia moderna, este será uno de los regímenes que cuente con más recursos para ser temido por los ciudadanos. Pero, cuando se abusa tanto del poder es, probablemente, porque quienes lo detentan también comienzan a tener miedo de quienes están incluso en su entorno más cercano. Es el mismo miedo de Ceacescu, de Somoza, de Gadafi, de Noriega o de Saddam Hussein, al enfrentar la ira de quienes antes eran sus súbditos.  


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