Es cierto que Estados Unidos mantiene un déficit comercial de magnitudes considerables con China. Pero también es cierto que ese déficit tiene que ver en no poca medida con la contratación de producción en masa de productos cuya propiedad intelectual es de alguna empresa multinacional estadounidense. También es relevante tener en cuenta que China reinvierte buena parte de ese excedente en Estados Unidos, principalmente en deuda emitida por  ese país, al punto de ser su principal acreedor, seguido de Japón. Por cierto, ese endeudamiento viene contrayéndose a rendimientos bastante bajos, lo cual significa que Estados Unidos puede, a un costo muy bajo, financiar sus finanzas públicas, seguridad, defensa e infraestructura.

Quizás la disfuncionalidad del debate y políticas presupuestarias de esta última década en el Congreso estadounidense no ha permitido sacar buen provecho de esa oportunidad, pero sigue allí.

Es cierto que el acceso de productos importados al mercado chino cuenta con barreras más allá de lo arancelario, y que las importaciones afectan el empleo en determinados ramos industriales dentro de Estados Unidos. Pero también es cierto que sus consumidores se benefician de manera muy importante con el ahorro que representan esos productos, lo cual mejora la calidad de vida de millones de personas de la clase media y trabajadora estadounidense, y representa una oportunidad de dirigir el ahorro interno hacia el financiamiento de otras actividades económicas donde el país tiene más ventajas comparativas.

Y, finalmente, también está muy claro que el aparato industrial chino, además de apoyarse en múltiples ventajas y subsidios gubernamentales o en la subvaluación de su moneda, se cimienta en salarios ínfimos, comparados con los del resto del mundo industrializado, y que por un diseño legal que no es respetuoso de las patentes y derechos de propiedad industrial o intelectual del empresariado occidental, principalmente el estadounidense. Pero mucho más cierto es que China no puede crecer y continuar su ritmo de reducción de la pobreza sin el consumo de Estados Unidos, que depende de la salud y aceleramiento del crecimiento económico en ese país. La relación es difícil y está sujeta a innumerables tensiones, pero pese a ello más que predatoria es una relación económica de interdependencia. Y precisamente por eso permite manejar la contingencia de seguridad y defensa en términos más razonables, que facilitan la paz a nivel global a pesar de los múltiples conflictos estratégicos y geopolíticos implícitos en esta compleja bilateralidad.

Trump da lectura a esos hechos y concluye que debe desencadenar una guerra comercial con China. El primer paso en esa dirección, de tono demagógico, fue retirar a su país del Acuerdo Comercial con el Pacífico (conocido por sus siglas en inglés como TPP). Probablemente, su gran error de partida en esta visceral política.

El TPP (Trans-Pacific Partnership) fue suscrito por Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur, Vietnam y Estados Unidos, el 4 de febrero de 2016, tras largas negociaciones durante la gestión de Obama, con el apoyo de amplios sectores industriales y sindicales. Como todos estos esfuerzos multilaterales en el campo económico y comercial, el resultado es siempre perfectible y, por ende, no exento de críticas. Pero hay tres cosas innegables en aquel esquema: 1) creaba una zona de influencia estadounidense en un sector vital y estratégico para China, reduciendo barreras comerciales arancelarias y no arancelarias. 2) fortalecía la defensa de los derechos de propiedad industrial e intelectual estadounidense en el marco de relaciones comerciales progresivamente más simétricas. Y 3) incorporaba la necesidad de negociar mejoras graduales a las condiciones laborales y ambientales, así como la racionalización de subsidios, entre los países del acuerdo con el propósito de equilibrar los términos de intercambio y evitar ventajas apoyadas en esos elementos disruptivos para fortalecer el libre y justo intercambio de mercado. Con ese esquema, Washington aislaba a China en un mercado vital (y estratégico) para su crecimiento, al tiempo que creaba presiones geopolíticas para incentivar una negociación en bloque con los miembros de esta alianza, poniendo a Estados Unidos en una posición estratégica para abordar los grandes asuntos que impactan su difícil, pero ínterdependiente relación con Pekín.

Cabalgando sobre el error original, ahora ha formalizado la continuidad de la profundización de una guerra arancelaria con China, que afecta un intercambio de 200 millardos entre ambos países. Los mercados bursátiles y el índice de confianza económico, que se han mantenido en tendencia alcista, solo experimentan reparos o retrocesos ante los avances de esta política.

Esta misma semana la incertidumbre afectó nuevamente los mercados negativamente. Semanas antes Trump confirmó que avanzaría en la guerra comercial con China, los mercados bursátiles retrocedieron y luego cedieron nuevamente en su desconfianza cuando el gobierno informó que el arancel impuesto a las importaciones chinas sería de 10% en una primera etapa, y escalaría a 25% en enero de 2019 si el país asiático no cede a las demandas estadounidenses, para dar tiempo a las empresas de encontrar alternativas en su cadena de suministros. Allí nuevamente pesa sobre la política de Trump el craso error de no haber mantenido el TPP y la falta de viabilidad a corto plazo de sus propuestas, con un negativo impacto de mediano y largo plazo. Por supuesto, ante las posturas de Trump, Pekín ha endurecido las suyas. Y esta semana se sintió nuevamente en los mercados la incertidumbre, al punto de que la presidente del FMI ha pedido a ambos gobiernos “enfriar el conflicto comercial”.

Por otra parte, la apertura de este frente contra China va desencadenando y profundizando otros eventos. Por ejemplo, un nuevo acercamiento de esta nación con Rusia, y cabe esperar una ofensiva con respecto a mercados también estratégicos para Estados Unidos, en los cuales China viene haciendo avances de penetración sensibles: la India, América Latina y África.

Trump se equivoca al hacer las cosas de esta manera. Actúa con su instinto más básico de hombre del mercado inmobiliario: con la idea de que un problema de esta complejidad y tantos ángulos se puede manejar con regateo y posiciones fuertes como en una prueba de pulso. Pero también lo hace con el mapa electoral en la cabeza y los hallazgos de la última encuesta Gallup, la cual indica que la popularidad promedio de Trump está en 38%.

Recordemos cómo logró la Presidencia en el autóctono tablero de los colegios electorales, sin la mayoría del voto popular, y cómo reaccionan audiencias muy específicas ante este mensaje o postura de proteccionismo económico contra China, en estados sin los cuales la matemática de los colegios electorales no le permitiría la reelección.

@lecumberry


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