La izquierda de América Latina ha mostrado siempre un atronador complejo de inferioridad. Las chapuzas de Lenin, los galimatías y oxímoros de Marx, las fantasías de Nikolai Bujarín y del ingenuo John Reed, junto con los rompecabezas de Althusser y las lucubraciones del diletante Jean Paul Sartre, para nombrar solo algunos, les parecieron ideas inalcanzables e incuestionables. Creían que los privilegiados de la Academia de Ciencias de la URSS y del buró político del partido comunista ruso sabían los milagros y secretos del materialismo histórico y el materialismo dialéctico para el manejo del Estado. ¿Ilusos o pendejos?

Muy pocos latinoamericanos se atrevieron a cuestionar conductas, mitos y dogmas. Colocaron a Juan Carlos Mariátegui en un pedestal, pero sin entender sus planteamientos y sin debate alguno; luego lo sustituyeron por Fidel Castro y el Che Guevara, pero no por las ideas sino por la labia y su capacidad de matar. Para disimular citaban a Mao, a Gramsci y hasta a Sartre, pero no los leían ni entendían. Tampoco había nada qué entender, eran vulgares lucubraciones, paja. Sigue siendo más “sabio” el I-Ching o cualquier horóscopo que el librito rojo que enarbolaban tontamente los revoltosos franceses en mayo de 1968.

Fue común entre los marxistas venezolanos la admiración y ciega obediencia a Moscú hasta que Teodoro Petkoff hizo sus primeros y tímidos señalamientos por la invasión de Checoslovaquia. Los trotskistas, esa versión semiedulcorada del estalinismo, no tuvieron ni han tenido nunca una figuración relevante. Trotskista y anarquista eran sambenitos que adosaban a los que se oponían a la línea oficial, nada más.

Habiendo fracasado el socialismo leninista-estalinista que reinó en Rusia y China, satélites incluidos, todavía prevalecen un par de regímenes ahistóricos y autoritarios que subyugan a las neorrepúblicas bananeras, con Cuba en el papel de procónsul o, mejor, de intermediario avispado. Ninguno de los dos se denomina marxista ni se presenta como el gran descifrador o “champollion” de los criptogramas del barbudo de Tréveris, pero sí como los conocedores y promotores del nuevo modo de gobernar: el pranato o gobierno de las mafias o colectivos, escoja usted la denominación de lo que manda desde Moscú o Pekín.

En Venezuela no se ha utilizado el palabrerío marxista ni sus rituales para justificar la supresión de la libertad y la implantación de un crudo y aberrante autoritarismo, indolente y cruel frente al sufrimiento de la población. Apenas se oye una que otra consigna, uno que otro término; tampoco prometen el paraíso terrenal, se han limitado al debilitamiento y destrucción del enemigo, que son todos los demás. Ignaros, ineptos e impreparados, esencialmente corruptos e indolentes, solo están atentos a la bolsa del pan y al control del poder. Ante la objetiva posibilidad de que se vacíe acuden a “los que saben” dispuestos a pagar el precio que sea. Serán otros los que sufrirán las consecuencias. Ceden a los rusos el oro, los diamantes y el coltán; a China, el petróleo y las empresas básicas de Guayana; ¿el uranio a Irán?; los negocios “varios” y la “seguridad” a los muchachos del ELN y las FARC. Es la entrega vergonzosa, rodilla en tierra, de la república a cambio de cuatro monedas devaluadas y un poder virtual y efímero.

Ante la galería, el público municipal y espeso, se presentan como grandes defensores y celosos guardianes de la soberanía y de la autodeterminación, mientras nacionales de otros países controlan registros y notarías, que es tanto como poner en sus manos la propiedad pública y privada, junto con todas las operaciones financieras; también el sistema de identificación y de inteligencia y contrainteligencia, que es como entregar al enemigo la seguridad del Estado. A los muchachos de la casa les dan los trabajos sucios –torturas y asesinatos, delitos que no prescriben– a cambio de chapitas, estímulos “morales” y salarios de hambre. Todo vendido a cambio de nada, se buscan héroes como los de antes.


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