Me disponía a ordenar estas divagaciones a ser publicadas hoy, día de la madre solo hay una –casualmente también día de las enfermeras, por cumplirse un año más del natalicio de Florence Nightingale–, comenzado con un comentario en torno al cosmos, la mecánica celeste y los madrugonazos inducidos por los astrónomos a objeto de contemplar en el firmamento, sin saber a ciencia cierta dónde buscar, la lluvia de estrellas líridas prometida a razón de 100 meteoros por hora (no vi siquiera uno) cuando, ¡pach!, se produjo el inevitable apagón. Con la mente en blanco o, si a ver vamos, en negro, aguardaba ansioso el fiat lux de Corpoelec. De repente se me prendió el bombillo del discernimiento e inferí que Venezuela nunca sería comunista. No al menos con Nicolás Maduro írritamente atornillado (y duro de tumbar, cual muñeco porfiado) a la jefatura simbólica del gobierno de facto.

No se trató de una experiencia mística, una epifanía o una revelación rotunda y tremebunda, sino de una monda y lironda y hasta redonda conclusión derivada de la simplificación propagandística elaborada por Lenin hace 99 años, según la cual «el comunismo es el poder de los soviets más la electrificación de todo el país». Hay en esta afirmación no dos, sino tres poderosas razones para avalar mi deducción: en primer lugar, la electrificación, en tanto motor del desarrollo industrial, fue siempre prioridad en los planes de la nación de la democracia civil, pero no en los del chavismo conuquero y regresivo –la oscuridad le viene bien a sus crímenes–; en segundo término, los consejos comunales –soviets vernáculos, inspirados en los muy cubanos comités de defensa de la revolución (CDR)– son en su mayoría promiscuos conciliábulos de soplones y chismosos analfabetos funcionales, jugadores de truco y carga la burra, dirigidos por vivianes prestos a embolsillarse subsidios y asignaciones presupuestarias ad hoc; y, last but not least, Nicolás no es Vladimir Ilich. Por tales motivos, y a pesar del empeño rojo bolivariano en retrotraernos al pasado, el comunismo no tiene cabida en nuestra sociedad, a pesar de los fanáticos envalentonados con armas de fuego –en el fondo, aterrados ante la posibilidad de perecer en la tentativa de imponer a juro su anacrónico contrato social–, dispuestos a conjurar sus pánicos disparando sobre el adversario.

El comunismo no es fantasma a exorcizar ni amenaza a considerar. Sí lo es, seria y de sobra, la dictadura del proletariado o, mejor dicho, el absolutismo militar escudado en un presunto sindicalista con antecedentes de reposero. Y lo será mientras la opción de cambio encarnada por el presidente de la Asamblea Nacional y provisionalmente también de la nación, porfíe en tropezar reiteradamente con la piedra de las acciones impulsivas fundadas en el deseo y no en un análisis objetivo y desapasionado de la realidad. Gritar en solitario a sordos oficiales, insensibles al pedido de libertad del pobre en su choza, es gastar pólvora en zamuros y arriesgarse a enmudecer; y, en las presentes circunstancias, una afonía del líder con mayor poder de convocatoria rebosaría la copa de la paciencia popular. Guaidó y su equipo mucho arriesgaron y él, en lo personal, estuvo en trance de ser desbancado con el fiasco de la ayuda humanitaria, aunque su sorpresiva y espectacular reaparición en el teatro de operaciones le devolvió la confianza a la contestación. Se perdió una batalla, no la guerra; sin embargo, el 30 de abril se sobrestiman los apoyos concitados en el seno de la cofradía castrense, la sedición fracasa por chucuta y, de nuevo, el desencanto hace mella de las esperanzas. La liberación de Leopoldo López, en abierto desafío a Maduro y sus secuaces, hubiese bastado para levantar el ánimo de la población y consolidar la «unidad posible» –sustraje la expresión de un anónimo mensaje–, y no estaríamos ahora bailando en el tucero de la incertidumbre sin encontrar explicación a las cuestiones planteadas a raíz de las declaraciones de Mike Pompeo, John Bolton y, especialmente, del ex director del Sebin, general Manuel Cristopher Figuera (motejado Pedro Camejo por sus camaradas de armas tomar, en virtud de su pigmentación), graciosamente amnistiado por la administración Trump. Son muchas las preguntas sin respuestas. No abrumaré al lector con un inventario de las mismas. Me limito a dos.

1.      ¿Qué vaina es esa de negociar en secreto con quienes son tanto o más culpables de la usurpación como Maduro, a saber: el jefe del partido militar de gobierno, Vladimir Padrino; un magistrado de abultado prontuario delictivo, Mikel Moreno, y un pretor fisgón y torturador (deshonrado) con la jefatura de la casa militar, Iván Hernández Dala, ¿entre otros camaleones prestos a cambiar de piel y controlar la transición?

2.      ¿Quiénes fueron los expertos en técnicas de negociación y resolución de conflictos que fungieron de facilitadores en tan deplorable y, por fortuna, abortada entente?

«Cuesta trabajo digerir tanta equivocación en los cálculos de la dirección opositora venezolana y de los asesores estadounidenses», sostiene en El País J. J. Aznarez. Al leer su opinión en los modos de apreciar, de acuerdo con el talante del observador, el contenido de un vaso. En su análisis a distancia, el articulista del diario español lo ve medio vacío, tal lo hiciera quien en este portal dio por acabado el cuarto de hora de Guaidó, esos 15 minutos de fama a los cuales todo el mundo tendría derecho de acuerdo con Andy Warhol –In the future, everyone will be famous for fifteen minutes–. Quizá pertenezca yo a la raza de los optimistas y por ello veo el vaso medio lleno. Todavía hay tiempo para rectificaciones y, felizmente, el legítimo presidente encargado sabe cómo capear tormentas. Lo ha demostrado.

A la tercera va la vencida, suelen decir quienes han mordido el polvo del fracaso en dos ocasiones consecutivas. Guaidó comparte la máxima y así se colige de su llamado a paros escalonados dirigidos a prepararnos para una huelga general. No sé si el paro parcial del transporte capitalino del pasado jueves y la radicalización –a partir de ese mismo día– de las acciones de protesta anunciada por la Federación de Asociaciones de Profesores Universitarios de Venezuela, Fapuv, son peldaños de la escalinata huelguística correspondiente a la fase final de la Operación Libertad. Si lo son, urge mucha imaginación y un derroche de creatividad, a fin de insuflarle un segundo y «sublime aliento» al movimiento libertario y ahuyentar los miedos engendrados por los embustes oficiales. A la hora señalada, la milicia bolivariana se desinflará y los colectivos pondrán sus barbas en remojo –la mayoría de los milicianos (o mil ancianos) son empleados públicos compelidos a enrolarse mediante el chantaje alimentario y jamás han disparado un tiro, ¿por qué temerles?–. De aquí en adelante se necesita precisión y sentido de las proporciones para asestar la estocada final y poner término sin puntilla a la usurpación. Para no alargar la lluvia sobre mojado, concluimos en clave de tango: un tropezón cualquiera da en la vida, y registro de ranchera: no me ofrezcas el sol porque me quemo, ni las estrellas porque me estrello.

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