I

Caminando por las calles de La Habana con el Gurú (Eddy González) más o menos a la medianoche, nos encontramos con algunas estampas que justo ahora vienen a mi memoria.

Era el año 1995. Varias veces he hablado de este viaje que hice a Cuba en lo que se conoce como uno de los años más terribles en materia de racionamiento, cuando se dieron cuenta de que los 10 millones de la zafra eran puro cuento.

Lo cierto es que caminar por La Habana con un viento frío que venía del mar y a medianoche no era tan aterrador como repetir la aventura por el centro de Caracas. Pero la imagen de la que fui testigo entonces me arrugó el corazón. Y no era mi gente, mis connacionales.

Sentados en la calzada la gente se reunía a conversar. No había luz en las casas, pero un grupo se las arregló para lanzar un cable desde el poste de la calle que les daba para un bombillo y un picó del que salía algún son de esos que solo combinan con una noche en el Caribe.

La amabilidad y la dulzura del cubano contrasta con el ardor que deja en la boca el ron hecho en un alambique clandestino. Pero cumplía su función, calentarles la garganta y alejarles la depresión de un simulacro de vida. Eso y un cochino que crecía en un baño de baldosas desgastadas por tanta creolina.

Toda La Habana olía a eso, porque a los cubanos no les dan otra cosa para limpiar. Olía a eso y a un pedazo de vida que se pone al sol y se va secando de tristeza.

II

Desde entonces no me cansé de repetir que la mejor cura para el socialismo es llevar a la gente a vivir en aquellas condiciones. Resultó para la romántica comeflor que era entonces. Se me quitó cualquier encanto con aquella figura barbuda vestida de verde. Y sabía muy bien en 1998 lo que podía suceder aquí. Poco me he equivocado en estos años.

Desde aquel viaje, cada vez que conocía a un izquierdista le preguntaba: “¿Has ido a Cuba? No como turista, no a Varadero, a la Cuba de los cubanos”. Si me respondía que no, ni siquiera seguía la conversación.

Esto es lo que les pasa a todos los que ven a Venezuela desde fuera, desde reconocidos escritores hasta cualquier persona que piense que el socialismo es la respuesta a alguna cosa. El socialismo, aunque nadie lo quiera entender, es paredón, pero también es simulacro.

Es un remedo de vida que se inventan unos cuantos después de robarse todo el dinero de un país para hacer sufrir a la población y someterla con el mayor de los sadismos. Porque estoy segura de que el Goebbels criollo no ha sentido la urgencia de salir a la calle a buscar agua en cualquier chorrito para medio bañar a su mamá, como me ha tocado.

Claro, nuestro Goebbels me podrá refutar que a mi papá no lo asesinaron y por eso no tengo tanto resentimiento ni sed de venganza. Y en eso le doy la razón, porque mi padre fue un pediatra casi santo que hasta el último día de su vida lo que hizo fue repartir amor y salud. No, no sufro de su mismo mal.

III

Pero vivir en este simulacro de vida no da para programar la protesta. No da para ponerle fecha, hora ni tipo de vestimenta al día destinado a canalizar la arrechera que sentimos 80% de los venezolanos.

Me llama demasiado la atención que unos supuestos diputados se pongan a gritar en la casa de las leyes “¡paredón!, ¡paredón!” para responderle a una mujer con más años que experiencia que asegura que no quiere compartir el gentilicio conmigo porque soy una traidora a la patria. Esta gente seguramente es de las que va a La Habana y Varadero a comerse las mieles del comunismo y a celebrar cada muerto del paredón que preparaba Fidel para sus adversarios.

A ellos les tocará el paredón de la historia, por hacer que mi pobre viejita viva sus últimos días un remedo de vida después de haber trabajado tanto.

Por eso me pregunto para qué simulacro. ¿No es suficiente la arrechera de todos los días? ¿No saben los que nos convocan que más efectiva es una protesta fundada que una ensayada?

Lo fundamental lo tenemos, no hace falta que nos convenzan. Estamos cansados de las mentiras, de la injusticia y de vivir como si no tuviéramos vida.

@anammatute


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