Apenas comienza junio y Venezuela lleva más de 9 semanas en una desigual batalla contra los mastines rojos, quienes hincan sus colmillos sin clemencia. Pero las quijadas sanguinolentas cada vez muerden con menos eficacia. Son más de 60 días de protestas sin armas por el rescate de la democracia, y el saldo no es grato. La cifra supera los 70 asesinados por la dictadura de Maduro, Cabello, Padrino y demás sanguijuelas. Los heridos por proyectiles de todo tenor son varios millares, los encarcelados también se cuentan por millares. Y no se ve otra luz que la otorgada por la esperanza forjada por los propios venezolanos en medio de un pertinaz abandono.

Muchos voceros condenan lo que en nuestros predios ocurre, pero nadie hace nada. Es una ciudadanía famélica, ahíta de desespero, la que se bate en cada rincón. No hay un escenario donde no sea condenado el gobierno, tampoco faltan sus alcahuetas –ajenos y propios– que lo defiendan a brazo partido. Son escasos los escenarios donde no se vaticine un cambio inminente, pero la pesadilla se mantiene y cada vez se enseñorea más.

Ahora leo con asombrada indignación el reclamo que le hacen a una dirigencia lerda para que sea la Asamblea Nacional la que le tuerza el brazo a la pandilla gobernante nombrando un Tribunal Supremo de Justicia, así como un Consejo Nacional Electoral, para que la crisis institucional se haga manifiesta e irreversible. ¡Qué ejercicio de ingenuidad o celestinaje más grande! ¿Qué necesitan para entender que las castas políticas allí representadas, salvo pocas y honradas excepciones, no están dispuestas realmente a hacer que este martirio acabe? ¿Acaso no han debido hacerlo desde el primer momento que tomaron juramento de sus cargos como representantes de la colectividad?

Las torturas no cesan, las violaciones de los derechos humanos cada día son mayores y más manifiestas, los atropellos son cada vez más cínicos y desproporcionados, es la barbarie en todo su esplendor y sabiéndose amparada por una vasta muralla de espectadores que siguen permitiéndole toda clase de hijueputeces. Cuba ha sabido enseñarles a la perfección cómo acabar con todo y mancillar a todos sin que nadie ose entrometerse en aras del respeto a la autodeterminación.

Por los predios del sindicato opositor hacen suyas las palabras de Tancredi, el personaje de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?”. Tal vez por eso la reluctancia a sentarse a negociar con el ala decente del mundo militar, que no ha cesado de enviar mensajes los cuales no han querido ser escuchados.

© Alfredo Cedeño

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