A Eduardo Vásquez

(In memoriam)

Se sabe que la cadencia andaluza floreció y se extendió a lo largo de las costas venezolanas que  bañan las olas del mar Caribe, bordeando la magia del incandescente sol de la costa oriental hasta penetrar, más allá de las blancas arenas y los cardonales, la exuberante selva de la geografía tropical. No por azar, decía Hegel que el paisaje marino es el paisaje característico de la libertad. Pronto, más pronto de lo esperado, el “palo flamenco” español devino “polo”, del cual el margariteño o neoespartano es, si no la más acabada, una de sus manifestaciones estéticamente más depuradas y ricas. Uno de esos polos recoge el significado de lo que, según Kant, configura el itinerario por el que debe transitar la arquitectónica de la Razón Pura, desde la estética trascendental, pasando por la analítica, hasta adentrarse en las aporías de la razón: “El cantar tiene sentido, el cantar tiene sentido, entendimiento y razón”. Es verdad que el entendimiento es el gran diseñador de la sociedad contemporánea. Pero también es verdad que, a causa de la condición innata de sus manías analíticas, ha contribuido decididamente en la construcción de diques y férreas alcabalas –de “controles”, dirían los voceros del régimen– entre la estética y la dialéctica trascendentales, entre lo sensible y lo inteligible, entre el ser y el pensar, entre el creer y el saber, transmutando la creencia en “instructivo para el usuario” y la razón en acto de fe puesta.

Más que la letra, el espíritu del viejo polo margariteño se ha desvanecido, junto con toda la nación que una vez fue. Venezuela ya no es. Su ser devino levedad propicia para la tóxica gaseosidad que va dejando a su paso la descomposición gansteril. Y, confundido el educere con el educare, se ha puesto en evidencia el hecho de que el entendimiento abstracto tiene metidas sus manos de tijera en este corte, en esta escisión, entre pasado y presente, entre lo dicho y el hecho, entre la potencial “gran Venezuela” y las impotentes ruinas de la “Venezuela potencia”. Una nación se sustenta sobre un proyecto –sobre ideas y valores– de común historicidad, no sobre una caja CLAP. Después del aberrante reguetón, ya ni siquiera “el cantar” del polo une. Lo que la abstracción del entendimiento toca se mutila y diseca. El entendimiento, reflexivo como es, convierte el rostro en ficción, los bosques en leña, la selva amazónica en “arco minero”. A partir de sus intervenciones, las imágenes son cosas que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. “Ojitos” pintados en negro sobre fondo rojo. Y –al decir de Hegel– “como los ideales no pueden ser tomados en la realidad completa propia del entendimiento como troncos y piedras, se les convierten en ficciones, y toda relación con ellos aparece como un juego insustancial o como dependencia de objetos y como superstición”. Contrapuestos como si se tratara de dos absolutos, lo finito –el día a día– limita lo infinito –la idea concreta de nación–, destruyéndole su infinitud, y lo infinito, a su vez, niega lo finito, haciéndole desaparecer, day after day. En una expresión, contrapuestos como dos cosas distintas, incapaces de reconocerse recíprocamente, ni lo infinito es infinito ni lo finito puede llegar a subsistir. El entendimiento ha obrado: ha preparado el terreno de la insustancialidad, propicio para el surgimiento del miedo y la esperanza, traducidas en la ineficiencia, corrupción y pobreza material y espiritual. Solo va quedando el recuerdo de lo que fue y la nada de lo que es. La nada, cuya mayor alegoría se ha objetivado en el “carnet de la patria”.

Algún viejo profesor taimado de otros tiempos tiene las narices metidas en semejantes justificaciones de lo injustificable. No solo es responsable quien actúa por mero instinto, sin conciencia clara de su acción. También lo es quien, teniendo conciencia de ello, voltea la mirada, no sin desdén e indiferencia cómplice, sospechosamente hacia un infinito-finito, carente de infinitud: hacia el laberinto de sus esquemas fallidos y burdas representaciones, detrás del cual se oculta el Minotauro de sus resentimientos. Una cierta eudemonía positivista terminó por hacer de la crítica filosófica una suerte de psicología empírica que se dio a la tarea de elevar a punto de vista el desentenderse de los horrores de la inminente caída de la conciencia social en el inmediatismo del rentismo populista, incluso dentro del universo académico, que preparó el terreno para que la mediocridad y la piratería, revestidas de toga y birrete, confabularan, junto con los sargentones y reposeros del caso, en la creación del colapso, el desastre y el inminente abismo. Y todo ello “a la gloria del esfuerzo inútil”.

Las pretensiones de convertir el incesante movimiento que nutre de continuo a la vida –y con ella al pensamiento como su nervio vital– en esquemas, manuales del usuario, vallas publicitarias, afiches y tintineos, no es nueva. La novedad se encuentra en que la momificación se ha hecho práctica común y sistemática entre quienes ejercen el poder y quienes lo adversan. Es la sociedad de la complicidad, recubierta por el manto, sagrado y obsceno a la vez, del entendimiento. Lo que une la certeza y la razón ha sido religiosamente cercenado por el entendimiento, cuya fuerza proviene del hecho de haberse dedicado a la tarea de momificarlo todo a su paso, transformando la creación humana en galerías, mausoleos, panteones, templos, museos, cifras, métodos y estadísticas. Todo es “previsible”, todo controlable, preparado y “listo” para el consumo masivo y enajenado. En fin, es “el cementerio de la cultura”, como lo define Adorno: una sociedad que cree que la economía se sustenta más en una supuesta “confianza” o, incluso, en el “cero mata cero”, que en la formación y la productividad. Es verdad que el entendimiento es “algo”, pero, por eso mismo, también es verdad que no es el todo.

Una sociedad profundamente afectada por las taras históricas dejadas a su paso por el entendimiento abstracto, por la vulgata heterónoma de la instrucción que sustituyó a la educación, tiene que ser reconstruida completamente, desde sus bases. Hay que crear el país enteramente y a fondo, construirlo sobre nuevas bases, sólidas y firmes. La garantía del éxito está en una educación capaz de trascender los límites trazados por el entendimiento abstracto, con sus “paso a paso”, sus formas nominalistas y sus “controles” estatales. Habrá que deshacerse de los Big Brother, de los caudillos, tiranos y redentores, para dar rienda suelta a la formación estética del Espíritu, a la promoción y desarrollo de la autonomía, esa fuente inagotable de creación y libertad, de madurez y responsabilidad ciudadana. Será el único modo de abandonar las certezas de las repúblicas aéreas, como “debe ser”, por las verdades del ser de una república con los pies –aunque alados– puestos sobre la tierra.               

                  


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