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Asistí –o debería decir, sufrí– durante tres horas, a un brillante ejercicio masoquista cinematográfico. El pesar mío se debió a tener que soportar escenas plenas de crudeza y oleadas de crueldad. Claro, eso sí, filmadas con requinte. Cuadro a cuadro fue presentado con un dechado de técnica y talento notables. El director, además de poseer destreza técnica, cultiva un refinado gusto torturador, de Torquemada a la inversa; es decir, propone desatar cualquier nudo moral, y que nos precipitemos en una forma de libertinaje, de suicida libre albedrío, para atender lo que a un artista universal como él, le ha dado la gana proponer en las pantallas. 

Además, se trata de un autor que cultiva al milímetro el diseño de campañas permanentes de alharaca mediática. El escándalo a ultranza es el espejo en el que no se descompone, ni siquiera en Cannes. De allí lo expulsaron, declarándolo persona non grata, con una hipocresía rampante: tan solo para recibirlo otra vez, con bombo, platillo y muchas nueces ruidosas, precisamente con su reciente película, La casa de Jack, salpicada por un elenco de brillantes actores.

Soy de los que se salen del cine a la menor provocación, pero nunca frente a una “obra de autor” cuya trayectoria se inscriba en la dimensión o categoría de lo que llaman cine de arte –para marcar diferencias con el cine de supuesto entretenimiento banal–, ¿“EnajenArte”, entonces?

Estoy, como muchos, harto de la violencia, de la virtual y de la real que padecemos cada día; de la pantalla chica y grande, a las arterias urbanas o a las veredas de nuestro campo desheredado. Quienes padecemos la vergüenza de que nuestros países estén inscritos en los primeros lugares de las estadísticas de crímenes y desapariciones forzosas, hemos llegado a un límite infranqueable y lo menos que requerimos es procurar solaz esparcimiento con material que nos asoma a terrenos de la fantasía que sufrimos en carne propia. Ya asistimos cotidianamente a una inseguridad rampante, asaltos y a la repetición de imágenes sin piedad: cuerpos desmembrados y sin cabeza de una crónica que no es solo policíaca, y cuyo escenario es ruta obligada para muchos, cada día. 

Esta vez escapé de la condena a la que me hubiera enfrentado si interrumpía mi sesión de cine ya avanzada, por dos motivos. El primero fue que debía cuestionarme si era capaz o no, si tenía estómago suficiente para fijar la mirada en escenas bañadas con chorros de sangre, como surtidores en un parque. Estuve sometido a una prueba de resistencia. La otra razón de mi permanencia obligada fue satisfacer también la curiosidad extrema de una amiga que me acompañaba y que rinde pleitesía a un género de cine llamado de terror, estimulando sus emociones con la oscuridad de algunos temas cuya dimensión Dark atribuyo al influjo generacional de quienes han sido bombardeados día y noche por corrientes visuales mal llamadas “góticas” o de algún otro modo (perdón, vivo desactualizado de las modas de las tribus urbanas que se modifican a golpe de redes sociales y pulsiones contestatarias manipuladas por una suerte de lumpen seudointelectual).

El hecho es de que concluí las tres horas de un amargo martirio. Ideas encontradas; riesgo y vergüenza de parecer un mojigato, o lo peor de todo, un moralista pequeño burgués asustado con la osadía de un genio de la cinematografía contemporánea. Todo eso me asaltaba. Como si no hubiera sido demasiado acabar asistiendo a un edulcorado final de citas dantescas, tramos de documental en blanco y negro, con imágenes de algunos de los más grandes genocidas de la historia, y auto citas de películas de un director ufano de comprobar que se festeja como reincidente de imágenes propias de un pugilato sin reglas, “un todo vale, un nada me importa críticamente porque tengo legión de seguidores que no chistan a la mayor provocación de celebración misógina y de ausencia total de humanidad o empatía de mi héroe psicótico”.

En pocas palabras y con un lugar común machacón: ¿para qué sufrir en pantalla lo que nos dilacera en la realidad cotidiana? Y una confesión final; aguanté también con estoicismo esta nueva propuesta extrema de Lars von Trier, porque estuve esperando ver el papel que desempeñaría un hombre al que considero entre los más grandes actores, Bruno Ganz. 

Esta explicación lleva morbo. Tuve ocasión de conversar con Ganz una noche memorable y de circunstancias surreales a las afueras del Odeón, uno de los teatros más emblemáticos de Paris; ello ahondó en mi desfachatado fanatismo por el hombre que siendo un rotundo enemigo del nazi-fascismo interpretó magistralmente a Hitler en La caída. Cosa curiosa, al director de la película cuya impresión negativa reseño, ya se le acusó de tener simpatías por la monstruosa figura del maldito canciller alemán.

La aparición de Bruno Ganz al final de la película (su voz en off estuvo siempre presente en diálogos interiores) funcionó como un bálsamo. Bajo un tratamiento de colorido pop, un anciano Virgilio de vestimentas bohemias guiaba al cuerpo y al alma del desalmado criminal por una ruta candente que todos los espectadores ya sabíamos a dónde iría a parar. 

Si, al infierno, y un infierno de película.


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