El pasado 10 de enero de 2019 el ciudadano Nicolás Maduro Moros fue juramentado por el ciudadano Maikel José Moreno Pérez, máxima autoridad del Tribunal Supremo de Justicia, como presidente constitucional de Venezuela para el período 2019-2025. Algo inédito en el país, debido a que la juramentación se debería haber llevado a cabo en el Palacio Nacional Legislativo, pero, según ese foro legal, la Asamblea Nacional está en desacato.

En su discurso, luego del acto protocolar, el señor Maduro en todo momento hizo énfasis a que más de 94 países en el mundo estaban representados en el evento, como señal de aceptación y avalando su legitimidad, y además de haber ganado las elecciones del pasado 20 de mayo de 2018 con más de 60% de los votos. Ah… se le olvidó decir que hubo una abstención que rondó el 80% de los inscritos para sufragar, debido a la poca transparencia del evento comicial.

Para alguien que no vive en Venezuela, al leer lo anteriormente descrito, no dudaría de la legitimidad de nuestro presidente obrero, pero para nosotros los venezolanos, que tenemos la capacidad de pensar y masticar nuestra realidad día a día, estamos al tanto de que no es así.

Las dudas sobre los procesos eleccionarios se arrastran desde siempre, más aún la realizada el 14 de abril de 2013. Aunque aquellos comicios estaban ensombrecidos se aceptaron sus resultados, a pesar de las miles de denuncias sobre la poca o nula transparencia del proceso electoral.

Si en nuestro país existieran las elecciones a doble vuelta, se evitaría que los ganadores de procesos de votación lograran sus objetivos solo alcanzando la mayoría de la minoría, sin siquiera haber sufragado la mitad del padrón electoral. Para cambiar eso, unas elecciones deberían ser representativas cuando el candidato logre alcanzar la mitad más 1 de los inscritos, para tener así un manto de legitimidad o, en caso contrario, que se realice una segunda vuelta, para lograr ese objetivo.

El chavismo siempre habla de las muchas elecciones realizadas, pero siempre lograron sus metas incentivando la abstención, porque con sus adláteres y la ley electoral venezolana, con pocos votos, logran mantenerse en el poder.

Tema en discordia que tampoco hay que olvidar sería la reelección indefinida. Yo, como ciudadano de este país, no estoy de acuerdo con ese asunto. Considero que la alternabilidad en el poder es la mejor demostración de democracia que tiene una nación, donde los ciudadanos tengan la posibilidad de escoger la mejor opción para hacerse cargo de las responsabilidades de gobierno.

Otro punto a analizar se refiere a las elecciones parlamentarias realizadas el 6 de diciembre de 2015, cuando los venezolanos habilitados para votar sumaban 19.504.1063 personas, de las cuales ejercieron su derecho 14.385.349 votantes; es decir, 74.17%. La Mesa de la Unidad Democrática, principal movimiento de oposición al gobierno, obtuvo 112 de los 167 diputados de la Asamblea Nacional (56,2% de los votos).

Si esto de verdad fuera un país democrático, en ese momento el señor Maduro tendría que haber llegado a acuerdos para poder gobernar y haber realizado un cogobierno con la oposición, para así mantener la estabilidad política, económica y social de Venezuela. O, en caso extremo, al verse deslegitimado, llamar a elecciones generales. Ese es el actuar de un estadista, de un político que por encima de sus intereses personales están las necesidades de la nación, no de un chofer de autobús.

¿Qué sucedió? Inhabilitaron a tres diputados del estado Amazonas para evitar así la mayoría absoluta en el Parlamento, además de declararlo en desacato y le montaron por encima una asamblea nacional constituyente. Eso no lo hace un demócrata, aunque en todo momento se amparen en palabras de respeto, llamando al diálogo y a la tolerancia. Desde ese momento comienza a deslegitimarse el Poder Ejecutivo nacional, en el que los epítetos de dictador, tirano, déspota, absolutista, totalitario, comienzan a retumbar tanto en Venezuela como en el exterior.

Yo no quiero entrar en calificaciones, porque siempre parto de la buena fe de las personas en el momento cuando les toca actuar, por lo que se lo dejo a la historia que haga las evaluaciones respectivas. 

A lo anterior hay que sumarle la represión, la censura, cierre de medios de comunicación social, los presos políticos, las migraciones, la hiperinflación, la devaluación, la escasez de productos alimenticios y medicinas, las leyes restrictivas para cualquier actividad comercial, la vulneración de la propiedad privada, el control de cambio, creación de grupos parapoliciales, militarización; en fin, normas, leyes, decretos y actuaciones dignas de una administración que desprecia la libertad. No hay que olvidar a los muertos, tanto los que se originaron en las diferentes manifestaciones como aquellos que fallecieron estando bajo la custodia del Estado.

Todo esto nos trajo al 10 de enero de 2019, en el cual el señor Maduro asume la Presidencia de un segundo mandato, desconocido por el mundo, donde 13 países del Grupo de Lima (Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Guyana, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía), más Estados Unidos, Japón, Australia, Nueva Zelanda y la Unión Europea, entre otros, no reconocen como presidente a quien acusan de haber amañado las pasadas elecciones.

La pregunta que todos nos hacemos, ¿qué va a pasar? Nada y todo. Es decir, ya estamos claros que los argumentos anteriores explican la poca tolerancia que tienen los revolucionarios ante los preceptos democráticos. Me preocupan los radicalismos de ambas partes. Entiendo que tenemos escepticismo con la palabra diálogo, debido a los antecedentes que poseemos sobre ello, que se han utilizado solo para darle oxígeno a una realidad con la finalidad de ganar tiempo.

Pero debemos apelar a la civilidad; como seres humanos estamos obligados a entendernos, a hablar para llegar a acuerdos, buscar salidas no traumáticas. Hay que tener sensatez, porque en todo conflicto siempre lo que llevan la peor parte son los inocentes. Esta situación nos afecta a todos; por ende, hay que evitar a toda costa los extremismos, buscar hasta desfallecer una solución política, pacífica y democrática a la crisis en Venezuela, pero…, nunca falta un pero…, que ¡Dios nos ilumine!


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