A medida que nos acercamos al 20 de mayo, opinadores de oficio y gente del común siguen deshojando la margarita electoral. Votar o no votar, that is the question, aunque, por arte de birlibirloque, sufragistas de nuevo cuño y votantes empedernidos –que los hay y mucho–, han convertido el hamletiano dilema en una deplorable alternativa, Falcón o Maduro; un patético cara o sello, regido por el peor es nada, con el que plantan cara a los abstencionistas que, hasta donde sabemos, no se han molestado en aderezar su llamado a la inhibición principista con un toque de insurgencia o rebeldía ciudadana que la transforme en combativa y eficaz herramienta de lucha –Chávez ganó su primera presidencia derrotado ampliamente por la abstención–. Decantarse por cualquiera de estas posturas da lo mismo. Y me pregunto si, a estas alturas, no tendría mucho más sentido y mayor repercusión, nacional e internacionalmente, un boicot, planificando acciones relámpago que, el día mismo de su convocatoria, dificulten o impidan se perpetre el arrebatón comicial. Atrapado en este laberinto de dudas, poco me importa que se me acuse de incitación al sabotaje. Hecha esta aclaratoria, no se me ocurre mejor manera de continuar con mi tarea dominical que echando un cuento. O, mejor, un cuento sobre un cuento, a ver si en el camino se endereza la pluma.

Se tiene por auténtica una anécdota que sitúa a Gabriel García Márquez en un congreso de escritores dictando cátedra sobre la diferencia entre oralidad y escritura, mediante la improvisación del cuento «Algo muy grave va a suceder en este pueblo». Lo hizo, se dice que afirmó, «para que vean después cómo cambia cuando lo escriba». Tal vez, Gabo no improvisó esa pequeña obra maestra de la ficción breve y la pergeñó con antelación al encuentro del que no se precisa fecha ni lugar de realización y, por tanto, da pie a especular que los pormenores de su gestación pudieron, como el cuento mismo, ser forjados por la imaginación del autor de Cien años de soledad; en todo caso, se non è vero, è ben trovatoPorque a nuestros efectos, importa más lo narrado que su concepción.

No tendremos la desfachatez de transcribir en su totalidad la narración de marras. Intentaremos, sí, una síntesis argumental, para que se entienda cómo un presentimiento puede degenerar en trágico rumor. El relato comienza con una mujer, ya vieja, que amanece maliciando que algún desastre ha de ocurrir en el pueblo, corazonada que comunica a sus hijos, un varón de 17 años y una hembra de 14. El chico se encargará de poner a circular el presagio de la desgracia en ciernes, cuando, en un salón de billar, falla una carambola de sencilla ejecución y achaca el yerro a la preocupación que le produjo el barrunto materno. De allí en adelante, la alarma crece como una bola de nieve rodando cuesta abajo y ante la inminencia de una calamidad –cualquier suceso, el vuelo de un pájaro, por ejemplo, se convierte en señal de mal agüero–, cuando la tarde apunta hacia la noche, todos los habitantes toman las de Villadiego en una suerte de éxodo de guerra, mientras, en medio de la desbandada, la anciana que tuvo el pálpito, clama: «Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca».

Cuando se procedió a enjuiciar a Pérez –este cuento, creo, lo sabemos de memoria, a pesar de que hay quienes quisieran enterrarlo en la fosa del olvido–, para regocijo de notables oradores de orden que alternaban con todos los gobiernos mas no se comprometían con ninguno, a objeto de no rayarse ni correr el riesgo de quedar en evidencia –reyes desnudos despojados del vestido de la crítica motivada por el rencor–, más de uno conjeturó que se estaba jugando con fuego y que la medicina revanchista iba a empeorar la enfermedad nacional. Fueron muy pocos los que prestaron atención a los sombríos, pero bien fundados vaticinios despachados despectivamente por los cazadores de güires como profecías del desastre. Desde las tribunas mediáticas, respetables prohombres glorificados con el cognomento de notables, de cautiva e invisible audiencia, amén de empresarios, editores y toda suerte de brejeteros y oportunistas que apostaban por «adecentar» el país –disciplinarlo, más bien, como en el pasado hicieron los chafarotes andinos que postergaron por casi 50 años la inserción del país en el siglo XX–, dieron la espalda al proceso de modernización de la economía y la administración pública, en marcha a partir de la aplicación del Programa de Ajustes Económicos, PAE, y las recomendaciones de la Comisión para la Reforma del Estado, Copre, y, para más inri, se asociaron para delinquir impunemente y conjurar contra un demócrata elegido presidente con la mayor votación obtenida en Venezuela desde la elección de Rómulo Gallegos. Llovieron descalificaciones y epítetos de grueso calibre sobre los que cuestionaron el oportunismo retórico del senador vitalicio Rafael Caldera y al recién vestido diputado Aristóbulo Istúriz –«No hay cosas que hagan más ruido que un automóvil viejo y un diputado nuevo», sentenció Andrés Eloy Blanco–, que uno tras otro acudieron a un Parlamento que tenían en poca estima con presteza digna de empresas más nobles, a fin de hacer suyos los falaces motivos del fallido putsch y el amenazante «por ahora» del paracaidista barinés.

Este cuento no ha terminado y cuando lo haga tal vez no seamos felices ni comamos perdices, pues poner punto final a la narrativa del sufrimiento que nos acogota supone sangrar, sudar y llorar: a borbotones, a chorros y a moco tendido. Estamos, quizás, en el último acto de la tragedia y, en el umbral del epílogo, se nos coloca ante una peliaguda disyuntiva. Alargarlo, con un halcón en papel protagónico o esperar, pacientemente, a que el último migrante, antes de apagar la luz y largarse a limpiar pocetas, detalle lo acontecido desde que un ambicioso militar, intoxicado de populismo y con más carisma que ideas, decidió que los logros de 40 años de mandato democrático y civil no eran impedimento para traicionar su juramento de fidelidad a la Constitución hasta el momento de echar abajo la santamaría y recordar palabras escuchadas, el 15 de diciembre de 1999, cuando la naturaleza se ensañó contra Vargas y la abstención propició la aprobación del bodrio que tenemos por carta magna: «Esto fue un desastre natural impredecible; pero lo que viene es eneas». Nadie hizo caso del agorero. Y aquí estamos, viendo, cómo eneas vacía el país.

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