La definición de emigrar (abandonar el propio país para establecerse en otro) me parece excesivamente neutra. Al hacerse de esa manera no nos indica todo lo que el hecho realmente implica en ciertas situaciones. Una cosa es irse pleno de alegría del país de origen a otro que se ama por los múltiples atractivos y oportunidades que ofrece, y otra muy diferente es marcharse con el peso del dolor a cuestas por motivaciones ajenas a nuestra voluntad. En este segundo caso nos encontramos entonces con una manifestación de huida; nos marchamos presionados por una realidad que nos aliena y hace de la experiencia de vivir un martirio.

En Venezuela la emigración fue cosa rara y excepcional antes de la revolución bolivariana. Cuando ella ocurría era motivada, más de las veces, por las luchas políticas, y afectaba a los líderes principales vinculados a las mismas. Así, para no hurgar en el pasado más remoto, a lo largo del siglo XX son ilustrativos los casos de expatriaciones de figuras políticas como Cipriano Castro, Nicolás Rolando, Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Raúl Leoni, Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera, Luis Herrera Campins y Marcos Pérez Jiménez, entre otros.

En la forma como el fenómeno se presenta a partir del gobierno de Hugo Chávez Frías, no tiene parangón alguno. El mismo arrancó como acción preventiva para devenir en los últimos años en huida despavorida y diáspora (dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen).

Los venezolanos de ascendencia judía –más impregnados del sentido de la catástrofe por la experiencia de sus antepasados desde los tiempos bíblicos y, muy especialmente, durante el Tercer Reich– fueron de los primeros en marcharse. Por razones profesionales, comerciales y prácticas, sus pasos se dirigieron mayormente hacia Panamá y Estados Unidos.

Inmediatamente después comenzaron a irse los descendientes de los europeos que vinieron luego de la Segunda Guerra Mundial y los venezolanos con raíces más antiguas y de los estratos económicos más elevados. A los dos destinos anteriores se agregaron Europa y Colombia.

Una tercera ola provino del paro petrolero que se llevó a cabo entre diciembre de 2002 y febrero de 2003. Como consecuencia de esta acción fueron despedidos casi 20.000 trabajadores de Pdvsa. Los profesionales y técnicos más calificados encontraron trabajo en sus respectivas áreas en Canadá, Estados Unidos, México, Colombia, Europa y el Medio Oriente. De ahí en adelante el río migratorio se fue ampliando hasta transformarse, durante los 2 últimos años, en fuerza torrencial por la huida (o estampida) de personas de todos los estratos sociales.

Venezuela se desgrana y su gente pierde el brío y la fuerza de antaño producto de múltiples plagas: pobreza creciente, mala alimentación, crisis hospitalaria, inseguridad, carestía de todo tipo de bienes y productos, violación de los derechos humanos fundamentales, hiperinflación, inseguridad jurídica, altos niveles de criminalidad, desquiciamiento del orden democrático, altas tasas de desempleo, cierre e intervención de empresas del sector privado, pérdida constante de los puestos de trabajo, corrupción en todos los niveles del gobierno y estrés originado por los infinitos problemas que la población tiene que afrontar. Lo anterior ocurre cuando la condición de ciudadano del mundo no es más que un decir.

Entre los que se han ido –especialmente los de mayor edad– no han de faltar, como decía Franz Grillparzer “un hombre que marcha vivo detrás de su propio cadáver”. Pero también están los muchos que reharán sus vidas y triunfarán. Dios quiera que en un punto no lejano se produzca el retorno de la mayoría de ellos. Para ese propósito nos quedan luchas decisivas por librar.


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