Está todo bien es el título del polémico documental de Tuki Jencquel sobre la crisis humanitaria de la salud en el país.

El filme le ha dado la vuelta al mundo y se proyectó recientemente en el Festival de Cine Venezolano (una cita merideña que tuvo que mudarse a Caracas por problemas de acceso, organización y logística).

La película ha tenido dificultad para programarse en Caracas, debido a la censura que reina en el medio de la distribución y exhibición.

Ocurre una situación paradójica que reivindica la resistencia por un lado, al tiempo que se colabora para que las realidades de la depresión no sean visibilizadas por las pantallas. Así estamos y vale la pena someterlo al debate público.

Por eso, el estreno de Está todo bien supone una pequeña victoria de la defensa del derecho de la libertad de expresión en el tímido gremio del cine nacional, donde realizadores y productores de una generación de relevo empiezan a asumir el liderazgo en el combate contra la mordaza.

En un conversatorio de Instagram por la cuenta de la Escuela Nacional de Cine, tuvimos la oportunidad de hablarlo con el creador del largometraje de no ficción.

El director ha pensado ceder sus derechos de autor, en algunos casos puntuales, para que la cinta se conozca y llegue a difundirse en el circuito alternativo.

Es el mismo dilema que rodea a la mayoría de cineastas criollos. Una vez que han hecho la película, que creen haber superado los obstáculos de la generación de contenidos en condiciones adversas, pues inicia un nuevo calvario en sus vidas.

Se trata del burocratizado y pesado proceso de conseguir que sus trabajos se transmitan en algún canal digno, en alguna plataforma institucional.

Los festivales, en dicho sentido, siguen siendo los espacios más flexibles y adecuados para establecer contacto con la audiencia, a pesar de las propias estructuras anticuadas de los certámenes del país.

Por ejemplo, el Festival de Mérida mantiene un esquema gerencial de provincia, signado por la improvisación y el cierre ante cualquier opinión disidente. En su traslado a la capital, hicieron oídos sordos frente a las peticiones de coordinar los premios del público y de la prensa.

El Festival de Cine Venezolano también se aferra a una edad de piedra en materia de comunicaciones. Carece de una red orgánica de redes. Suele tomar decisiones entre su grupo cerrado, su cogollo, su rosca. Al final, propone un festival con un guion de hierro, que no dará su brazo a torcer, así no le asista la razón.

Por tanto, el festival no representa a la comunidad total del cine venezolano. Lo hará cuando comprenda que debe integrar a los diferentes actores del gremio, incluidos los periodistas y estudiantes (dos de los focos descartados en la cita de 2019).

Así y todo, la demoledora Está todo bien nos sorprendió en su único pase en el Trasnocho Cultural.

La urgencia define la estética de la pieza, al narrar las historias cruzadas de personajes que sufren las inclemencias de la emergencia sanitaria.

El documental, no exento de una clara vocación experimental, va despejando su relato y su arco dramático en el doloroso seguimiento de pacientes crónicos, de doctores, de galenos que enfrentan al poder, de miembros de organizaciones no gubernamentales que desafían al régimen del bloqueo, con el propósito de traer medicamentos al país.

Los testimonios son trágicos e incontestables.

La dureza de las imágenes, en hospitales, acaso recuerde la virulencia de Basta de Ugo Ulive. Pero Está todo bien suma una complejidad que escapa de las comparaciones con un pasado que ya se antoja superado en forma y fondo.

De tal modo, la actualidad del filme nos sacude e interpela, provocando una genuina indignación que trastoca la sumisión política del cine venezolano de los últimos tiempos.

Tuki Jencquel nos invita a no ser indiferentes, a tomar acciones concretas que conduzcan a la solución de nuestro colapso social y republicano.

Su fuerza expresiva en la denuncia se acompaña de una vigorosa concepción de los apartados plásticos y artísticos.

La fotografía observa, desde la distancia de unos cenitales impresionantes, el plano fantasmal de una ciudad estancada que luce monstruosamente bella en la comodidad de las postales del infierno, aunque en verdad parece contener el germen de su propia destrucción, con negocios que clausuran, jóvenes que mueren por falta de reactivos, sujetos torturados y condenados al exilio.

Como plus, Está todo bien plantea un juego con la escena, a la manera de Eduardo Coutinho, mostrando a los protagonistas del documental fuera de su contexto habitual. Con ellos recrea diferentes secuencias aparentemente teatrales delante de un telón oscuro.

La cámara los graba en blanco y negro, como si fuesen actores de su propia desgracia. La película, entonces, imprime su genio de ruptura de límites, de transgresión de códigos.

La interpretación, a menudo, desnuda un terror que resulta inaccesible para el mero registro de la realidad.

Hoy que las imágenes se impregnan de un periodismo de escasa profundidad semiótica, los encuadres de Está todo bien condensan la carga simbólica del lenguaje elevado del cine comprometido.

En síntesis, una de las películas venezolanas del año y del siglo.


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