Después del 11 de septiembre de 2001, a solicitud de la CIA y con el eufemismo de “técnicas de interrogatorio avanzadas”, los psicólogos James Mitchell y John Jessen diseñaron un programa para “destruir psicológicamente” a detenidos supuestamente involucrados en actos de terrorismo. Esa amplia gama de “técnicas de interrogatorio” incluía la privación del sueño durante largos períodos, mantener a los prisioneros desnudos, no proporcionarles alimentos hasta llegar al punto de inanición, sumergirlos en agua con hielo, música estridente y, por supuesto, golpes y distintas formas de abuso físico y psicológico, que no revisten novedad para los presos políticos venezolanos.

Es probable que nunca se conozca la verdadera dimensión que tuvo la aplicación de ese programa; pero, de las innumerables víctimas que causó, dos de ellas fueron posteriormente liberadas sin cargos y, aunque los hechos habían ocurrido en Afganistán, tanto ellas como los familiares de una tercera víctima que murió mientras estaba detenida, demandaron civilmente, ante un tribunal federal de Estados Unidos, a Mitchell y Jessen, como responsables de haber ayudado a implementar y de haber instigado a que se cometieran los actos de tortura de que fueron víctima los demandantes. Hace una semana, para evitar el veredicto de un jurado, ambos encausados prefirieron pactar una indemnización con sus demandantes. Aunque el monto de la indemnización acordada no ha sido divulgado, hay indicios para suponer que se trata de varios millones de dólares. Pero lo más importante no es la compensación monetaria, sino las muchas otras implicaciones que tiene este caso.

Los hechos denunciados no ocurrieron en el territorio de Estados Unidos, por lo que los demandantes invocaron una ley cuyos orígenes se remontan a 1789, y que confiere jurisdicción a los tribunales federales para conocer de cualquier demanda civil intentada por un extranjero por daños cometidos en violación del derecho internacional, en cualquier país y por cualquier persona. De hecho, la tortura, al igual que los tratos crueles, inhumanos o degradantes, es un crimen internacional, declarado así por el Tribunal de Nuremberg y, más recientemente, por la Convención contra la Tortura y por el Estatuto de Roma. Por ende, el tribunal rechazó varias solicitudes para archivar el caso, y el juicio ante un jurado ya era inminente.

Mitchell y Jessen solo fueron demandados civilmente y, por el momento, no han sido juzgados por las consecuencias penales de sus actos. Pero se trata de dos caminos diferentes, y lo uno no excluye lo otro; las víctimas pueden renunciar a ejercer ellas la acción penal, pero no pueden cerrar el paso a la acción de la justicia. De acuerdo con la Convención contra la Tortura, Mitchell y Jessen pueden ser juzgados criminalmente, en cualquier momento, por los tribunales de cualquier Estado en cuyo territorio ellos se encuentren. Para tales efectos, su caso está suficientemente bien documentado, y no se admite como defensa el que ellos fueran “servidores públicos” o que actuaran con la autorización de su gobierno.

Las víctimas en este caso no demandaron a los autores materiales de la tortura (como podían haberlo hecho), sino a los que estaban detrás de un escritorio y que, al igual que Eichmann, no se ensuciaron las manos. Mitchell y Jessen participaron solo en el interrogatorio de una de las tres víctimas en este caso y, alegan, ignoraban que, como consecuencia de sus recomendaciones, las víctimas hubieran sido torturadas. Ellos hacían el trabajo limpio, elaborando planes criminales, instigando a otros para que los hicieran suyos y valiéndose de unos esbirros para que los ejecutaran. Queda por saber quiénes serán los siguientes canallas que deban responder por su cobardía moral.


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