A Cristina Reyes

Los giros insólitos del destino

Acabo de regresar de Quito entre conmovido y admirado por lo que está sucediendo en su dinámica política. La última vez que estuve en Ecuador fui invitado “diplomáticamente” por el despotismo a marcharme de su territorio y fui escoltado a empujones hasta el avión. Una amenaza me fue hecha: si volvía me encarcelarían o enviarían a Venezuela no solo para ser enjaulado, sino algo peor, torturado y sodomizado como hacen con los presos políticos. No volví sino hasta esta semana para recibir con humildad, pero infinito compromiso latinoamericanista, la condecoración “Asamblea Nacional de la República del Ecuador Dr. Vicente Rocafuerte” por mi todavía inconcluso activismo social.

Lo recibí entre lágrimas. No podía creerlo. El destino tiene sus giros insólitos, un poeta solo puede quedar conmovido, admirado y agradecido ante ellos.

Ecuador y la enigmática palabra Latinoamérica

Si uno es lo que ama y admira, yo soy ecuatoriano: amo apasionadamente su cultura, su sociedad, su espíritu. Quizá como ninguna otra nación americana, los ecuatorianos representan y dan vitalidad al alma de América Latina, son la esencia más vigorosa de ella. Su visión del mundo está estrechamente ligada al destino de nuestra región. Se sienten orgullosamente latinoamericanos, encarnan el pulso más sublimado de esta tierra. No conozco caso semejante. Si alguien personifica esa idea a veces esquiva, a veces negada, siempre enigmática que simboliza “Latinoamérica” es el ecuatoriano. Negros, indígenas, españoles y europeos, mulatos, zambos, mestizos en general, así como derechas e izquierdas ideológicas; conciencia y tabú; conciencia y superstición; conviven en Ecuador entre la magia y la realidad; son ellas.

Lamentablemente, esa convivencia se vio interrumpida por la infección política que causó en el seno de su deslumbrante sociedad el arribo de la peste chavista.

La polarización tatuada en el continente

Si un daño fatal causó la criminal presencia de Hugo Chávez en la historia política de América Latina fue la polarización maniquea, rabiosa e incluso asesina que le infringió y tatuó a la entraña de las sociedades del continente. Ecuador fue otra víctima sensible de esa delirante y criminal manera de ejercicio del poder político. El acólito de Chávez, Rafael Correa, llevó al extremo de la intolerancia, la bravata y el empujón a una cultura cuya razón de ser es la convivencia. Fueron años de tirantez, persecución y autoritarismo que pusieron en riesgo no solo la democracia, sino algo mucho más delicado y preciado: la civilidad. El dilema era manifiesto y ruin, la tensión política como en Venezuela o en todos los otros países contagiados por la peste chavista: Nicaragua, Bolivia, Brasil o Argentina, era pan de todos los días. Solo un milagro pudo impedir un desenlace trágico semejante al de nosotros los venezolanos; ese milagro lo produjo el espíritu lúcido, pero ante todo libertario del ecuatoriano.

No por razones extrañas los grandes libertadores de las Américas (Bolívar, San Marín y Sucre) fueron enaltecidos por su amor a ecuatorianas (Manuela, Rosa y Mariana): las libertadoras de la libertad.

La recuperación de la sonrisa

Una nación no puede vivir entre empellones y mordiscos. Se quebranta, por un lado, la ya de por sí bastante tensa armonía social y, por otro, se imponen el desprecio, la discriminación y el caudillaje. Las consecuencias son catástrofes humanas semejantes a las indeseables experiencias de Cuba, Venezuela o Nicaragua, consecuencias que representan dolor humano, persecución, daño, ignominia, corrupción, cinismo y mucha tristeza. Ecuador, como expresé antes, con la presencia chavista, las vivió a su modo, el ambiente social y político se enrareció al extremo y pervirtió su más preciado tesoro moral: la convivencia cívica. Pareciera que Ecuador se deslastra, que vive un imprescindible tiempo de transición.

No se puede cantar victoria aún, el chavismo todavía existe y desde Venezuela amenaza, pero es notable que Ecuador recupera la sonrisa.

Luz en la oscuridad del siglo

Las desgarradoras heridas –aún profundas y abiertas– que nos ha causado el chavismo a los venezolanos enturbian nuestras opiniones y juicios, los ofusca y en ocasiones los convierte en gritos. Estamos picados por la sinuosa culebra histórica que representa el cinismo socialista. No he sido indemne a ello, debo reconocerlo. Vi con horror –y lo acusé airadamente– cualquier indicio de reminiscencia chavista en la sucesión de Correa y, sin duda, el profesor Lenín Moreno las auguraba. No podía estar más equivocado. La política tiene sus matices y la incipiente y perfectible democracia latinoamericana siempre nos alecciona, los venezolanos tendremos que cicatrizar nuestras heridas para reconocerlo. Lo que está ocurriendo en Ecuador, la transición de la autocracia a la democracia liderada ejemplarmente por Moreno, nos admira y genera esperanza. Hay luz en la oscuridad de nuestro siglo. Ecuador nos la muestra, levanta la antorcha de la democracia y nos guía.

Hacia allá vamos.

Postdata agradecida como ola en la amada costa ecuatoriana

Desde este modesto espacio de opinión que, como la vida, en momentos ha sido iracundo y, en otros, manso como los mares que abrazan nuestra enigmática Latinoamérica, me recojo para agradecer a Ecuador, cuna de las libertadoras de la libertad, por su existencia.

Gracias, en mí cuentan con un hijo, una efímera ola más que lame y se siembra enamoradamente en las costas de su grandeza.

¡Viva Ecuador! ¡Viva Venezuela!

¡Viva la libertad!


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