La crisis educativa de finales del siglo XX fue la del agotamiento del programa de 1958. Sin dudas, exitoso, requería de una actualización del sistema, pero el marxismo de sombras, el recetario comunista que tenía escondido debajo de la manga lo presentó como un fracaso que no fue: dicho tantas veces, pasamos de tres universidades a más de cien y, al abrirse el siglo XXI, miles de alternativas se asomaban, como no ocurre ahora, colapsado todo, incluyendo la masiva deserción estudiantil y docente, por variables sociales y económicas. El reto era una educación de calidad, pues, ella se había masificado como nunca en nuestro país.

Digo esto, porque cualquier muchacho sabía lo que es el ecosistema, como alguna idea tenía de Rómulo Gallegos o Gabriel García Márquez, alguna ecuación despejaba o conjugaba mejor los verbos, con apenas el primer o segundo año de bachillerato. El derrumbe es de ahora, con este régimen, porque la ignorancia viene del poder mismo y se ha hecho sistema. Así, entendía la capacidad de adaptación y de supervivencia de los seres vivos, los ciclos de predación, la retroalimentación del todo con el todo, garantizando la propia vida.

Este régimen ha obigado a la necesidad de sobrevivir a todo el mundo, por muy difíciles que sean las circunstancias que impone, aunque muchos caen porque –simplemente– no consiguen los alimentos y los medicamentos. Pero esta adaptación radical a la tiranía es, ante todo, psicológica. Al parecer, ella nos hace capaces de soportar todas sus condiciones y humillaciones, forzados a nadar con las corrientes aun al borde del abismo. Ocurre porque toda dictadura, es de Perogrullo, constituye un hecho de fuerza (agreguemos, un hecho de fuerza bruta). Y lo que antes no tolerábamos, bajo un régimen democrático, hoy sorprendentemente lo asimilamos, lo sobrellevamos, lo digirimos, aun arrinconados, porque es supuesto el temor, el miedo, la intimidación de la que somos víctimas y, como las esponjas en el mundo biológico, nos contraemos con habilidad extraordinaria.

Sin embargo, cuando la situación supera todo límite, el ecosistema colapsa. Ya no es cuestión de que los seres vivos sobrevivan, sino que el propio sistema no dé para más. Un porcentaje grande de personas, creyendo que nunca les dará alcance por «portarse bien», saben del derrumbe generalizado que ya no depende de su conformidad o inconformidad, sino de la falta de sustentación del modelo. Por ejemplo, si esa fuese la expresión correcta, los dejamos que se robaran toda Pdvsa, pero –algo lógico– eso no bastaría y, ahora, la mismísima empresa no sirve para nada, no produce el petróleo suficiente, está desplazada de los mercados internacionales. Por consiguiente, los límites de tolerancia están sobrepasados, y ya sin petróleo, sin nada qué saquear, sin rastros de alguna cosa con la que unos pocos pueden seguir enriqueciéndose, el ecosistema del régimen se va al demonio y, de no avisparnos, con él nosotros.

Por ello, esas voces de la rápida adaptabilidad se hacen sentir reclamando el reemplazo del socialismo que las demuele. Este ni siquiera acepta el viejo y sano humor del venezolano, soportado en nuestra historia por los regímenes democráticos, siendo impotentes las dictaduras ante el fenómeno. Dos modestos servidores públicos, como los bomberos de mi querida Mérida, han ido a parar a la cárcel por burlarse de Maduro, según la ley del odio que una espuria constituyente decretó. Es decir, por algo tan nimio, el poder establecido tambalea: ya sabe que la paciencia y la propia capacidad de los elementos del ecosistema tocaron techo. Nunca olvidemos que Venezuela libre resiste, persiste y existe.


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