Una de las razones para hablar sobre innovación y economía inteligente, sin duda, ha sido el desarrollo de la inteligencia artificial (IA). Los productos que se vienen generando a través de la IA están transformando el significado del trabajo y la forma de generar riqueza. Inicialmente, para 2016 los expertos en el campo preveían para 2025 un impacto de la robótica en el rango de los 1,7 billones a 4,5 billones de dólares anuales. No obstante, este cálculo comienza a ser desbordado cuando se observa y analiza la velocidad en que aumenta la IA y sus implicaciones económicas. Reportes de la empresa Gartner muestran que la IA creará cerca de 2,3 millones de nuevos puestos de trabajo para 2020. Esto sin contar los puestos que no son fácilmente medibles y que indirectamente generará esta actividad.

Pero la IA trae al igual que el desarrollo de otras nuevas tecnologías cuestiones perturbadoras cuando se trata de abordar el futuro de la economía y el bienestar social de la población mundial. Existe una discusión que comienza a calentarse en el mundo político y también en el mundo científico. Se trata de cómo se está pensando y planificando el mundo en las próximas décadas. Pareciera que hay una corriente progresista que visualiza la economía más para movilizar recursos, innovación y habilidades laborales y otra corriente progresista que mira más hacia planificar la economía con el fin de resolver los problemas de exclusión, desigualdad, pobreza, calentamiento global y cambio climático.

Por ejemplo, en el caso de la segunda corriente progresista, si bien es cierto que la IA tendrá efectos en todas las industrias de todas partes del mundo e implicará la creación de nuevos puestos de trabajo, al mismo tiempo ella amenaza con ampliar la brecha entre los que tienen y los que menos tienen. Muy probablemente este efecto se verá en los países con poca capacidad de producción tecnológica.

Sin embargo, aún con esta hipotética conclusión, luciría irresponsable analizar de forma simple los efectos negativos de las nuevas tecnologías solo por causa del capitalismo. No puede negarse –como ya lo han sustentado economistas– que la desigualdad, particularmente desde 1980, ha aumentado en todas partes del mundo. Tampoco puede negarse la actuación de las corporaciones transnacionales que trasladan sus actividades a áreas laborales baratas promoviendo un aumento en la brecha de ingresos de la fuerza laboral.

Pero, por otro lado, hay una parte buena de esta historia, que poco se mide y que no aparece registrada en el PIB nacional, y es la fuerza que ha alcanzado la tecnología para incluir a los excluidos. Por tomar un ejemplo, en una entrevista que se le hiciera recientemente en The Wall Street Journal a Hal Varian, quien revolucionó la estrategia comercial de Google, decía Varian que existe aproximadamente 500 millones de visitas diarias en YouTube correspondiente a videos instructivos: cómo resolver ecuaciones, cómo reparar pantallas de teléfono, cómo tocar guitarra, entre muchas otras. Lo que quiere decir que existen millones de personas que se benefician a través de las tecnologías de información de forma gratuita, pero que además este hecho se corresponde con la ampliación de la infraestructura educativa de acceso rápido. En palabras de Varian la adquisición de capital humano en términos de conocimiento ha sido más ampliamente distribuida como nunca antes. Lo mismo ocurre con el teléfono móvil. Antes solo tenían acceso los ricos, ahora la reducción de la falta de conectividad se ha logrado casi en todo el mundo de forma exponencial. Casi todas las personas pueden hacer una suscripción para obtener un móvil.

La lucha contra las crecientes disparidades sociales y económicas requerirá más que una preparación de los gobernantes en lo político y económico, de un conjunto de conocimientos específicos distribuidos lo más igualitariamente posible entre ciudadanos y gobernantes. Así y solo así es que se podrá visualizar de forma amplia la dinámica de la globalización y el cambio tecnológico, sus efectos negativos y potencialidades en la sociedad. Así es que podría uno anticiparse para formular “políticas inteligentes”.

Se requerirán urgentemente de ciudadanos y gobernantes que estén preparados y convencidos de que el cambio tecnológico es lo que está definiendo y definirá el tipo de sociedad que seremos en el futuro. Allí no habrá espacio para la ignorancia (analfabetismo tecnológico), y sobrevivirán, como de alguna forma lo dijera John Maynard Keynes, quienes arriesguen y experimenten con inteligencia.

La desigualdad social en los países del mundo parece que crecerá o disminuirá de acuerdo con la composición de los conocimientos que posean sus ciudadanos.


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