Colombia dirimió en paz su futuro inmediato. El sufragio no fue un espantapájaros envuelto en la sangre inocente. Su titánica performance recaló en la concordia ciudadana, como la brújula que debe guiar el camino de un país esperanzado.

No se presentó un solo caso violento que manchara la jornada. Nada de un sobresalto con la espectacularidad de un atentado, afortunadamente los decibeles violentos han decaído de manera pronunciada; ya esos eventos están reservados para capítulos proscritos de la irascibilidad del pasado. Inclusive los discursos presidenciales se mantuvieron en los márgenes normales, con algunas expresiones propias de un debate político de sus características.

Un resultado ejemplarizante entre dos modelos diametralmente opuestos, que tienen obligatoriamente que encontrarse en las amplias veredas constitucionales. Son estos sectores los que deben asumir un cambio de paradigmas en un país que tiene que recordar los daños que hizo la violencia.

En el pasado los candidatos eran asesinados, el sufragio secuestrado por la irracionalidad, la metralla predicando con sus salmos de sangre. Densas regiones sometidas al cautiverio de las ideas, desde el rostro de las injusticias la democracia se mostraba como la díscola institutriz que movía el coche de la nación en dirección del oscurantismo. Largas afonías de una nación crucificada con la necesidad.

Es ahí, en la profundidad de la raíz, en donde Iván Duque, debe mirarse para comprender la votación del domingo 17 de junio. Es un mandato claro, pero con el dedo en 8 millones de sus compatriotas que eligieron otra fórmula electoral. Ambas realidades electorales aspiran un gobierno que no los olvide. Que las notorias injusticias sean reducidas al mínimo, para dar al traste con tantos eventos de dolor.

Entre los 18 millones de quienes votaron, existe el anhelo de ver crecer sus oportunidades. El nuevo presidente debe entender el mensaje abrumador de un país que lo quiere ejerciendo su gestión con valentía. Es el momento de impulsar un vigoroso liderazgo que se abra al futuro sin traumas del pasado.

La venganza no tiene cabida en una nación que aspira dejar atrás toda una tormenta de dolorosos capítulos. Es una justicia autónoma la que debe encargarse de administrar sus funciones: con un equilibrio tal que no deje margen de duda.

Es fundamental que este renglón de la sociedad pueda dar muestras de incorruptibilidad, de lo contrario volveremos a padecer de una nación que sangra por un costado, muchas veces desde la opulenta Bogotá se observa una nación que no se reconoce. Son décadas de olvido que cuesta muchísimo asumir.

El poder va haciéndose un cómodo redil en donde los excluidos no aparecen en la agenda. El nuevo gobierno está obligado a incorporar a esas capas de la población profundamente olvidadas, eso sería un verdadero reencuentro de país. La nueva administración tiene que poner énfasis en construir un estado moderno. Se inicia un proceso que puede hacer de Colombia una referencia universal. Iván Duque es ahora la punta del iceberg de una democracia con justicia social.

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