Avanzamos hacia una línea de quiebre en Venezuela, que acaso pueda sacarla de su sopor mortecino.

Nicolás Maduro prefiere gobernar sobre tierra arrasada, porque no le interesa gobernar. El país es su simple botín, un instrumento para sus asociaciones criminales, tejidas tras el telón del socialismo del siglo XXI.

¡Miren a Lula da Silva, cabeza del Foro de Sao Paolo, quien desafía la justicia y las leyes, y nada le importa enterrarlas!

No dejo de escrutar, por ende, la escena opuesta. La caída de Carlos Andrés Pérez se cuece al término de la república de partidos, hacia 1989, y este urge a la Corte Suprema a no retardar su absolución o condena; pues al país no se le puede someter ni a su democracia –dice– a una incertidumbre capaz de desatar los demonios de la violencia civil.

Hoy avanzamos hacia un punto de no retorno. Después de la Cumbre de las Américas a celebrarse en Lima, y sobre las espurias elecciones –simulacro clonado de la experiencia dictatorial cubana comunista– convocadas por la igualmente espuria constituyente madurista, Venezuela se convertirá o no en una mala y más perversa réplica de aquella o acaso insurgirá de su lecho de enferma con el coraje de los resucitados.

Hay signos alentadores.

Salvo el “candidato” de utilería Henri Falcón, quien calla frente a la acción de la ONU que afecta nuestro reclamo Esequibo y prefiere rogarle, antes bien, que observe el teatro electoral que comparte con el dictador Maduro, nadie en Venezuela duda de la naturaleza del mal absoluto a doblegar.

No hay un autoritarismo electivo o una democracia deficiente o iliberal. No hay una dictadura, que sí la hay, pero corrupta y militarista. Es lo anterior y algo más, una asociación narco-criminal coludida con el terrorismo, que se teje desde finales del siglo XX para secuestrar Estados en América Latina y vaciarlos de libertades.

De todo ha hecho para resistir nuestra sociedad hecha rompecabezas, desarraigada de la ciudadanía. Todos los caminos los ha experimentado desde 2001. Todos se han estrellado. Ninguno rasga en la columna vertebral del poder de los cárteles imperantes, de los que se benefician algunas élites, distraídas con sus mendrugos, o quienes pasan agachados, víctimas del círculo de terror establecido.

Pero algo bueno ocurre. Sobre nuestra disolución y anomia nacional, con nuestros pedazos sin rostro que hoy luchan para darse algún rostro, surgen las plataformas de defensa. Suman al país de individualidades que somos y hemos sido, y por ello hemos medrado bajo el peso histórico de padres buenos y fuertes, gendarmes, césares democráticos, que aún nos domeñan.

Soy Venezuela y el Frente Amplio Venezuela Libre difieren en muchas cosas, pero entienden de prioridades: salir del crimen organizado que controla el gobierno, y denunciar y desconocer su patraña electoral dictatorial. Aprecian, quizás no todos sus miembros, que se nos muere Venezuela, y ella tiene un sueño. A final, nadie sabe cómo concluirá todo, pero cada quien y cada cual reclama por su creencia, aferrado a sus raíces, haciendo valer su versión o alternativa.

Hemos de curarnos en salud los venezolanos, no obstante.

Una vez separada Venezuela de la Gran Colombia y al suponer los intrigantes que nunca faltan, que el general José Antonio Páez tiene diferencias con el encargado del Poder Ejecutivo y su copartidario general Carlos Soublette, quienes dialogan con símbolos acerca de reformar o no el sistema construido desde 1810, aquellos se ocupan –reza la crónica– “de dividir la nación en buenos y malos, que es el más funesto de los errores”.

“Puede una nación dividirse en partidos –dice la misma– y dentro de ellos haber buenos y haber malos; pero adjudicarse la bondad de un partido y darle la maldad a otro es el más completo desconocimiento de las impulsiones humanas”.

Tuvo que ocurrir un milagro a la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez. Los firmantes del Pacto de Puntofijo, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, en 1958 deponen sus ardientes diferencias, pues abonaban en favor de la tesis del orden y la necesidad de los gendarmes. Se avienen en lo mínimo: el derecho de cada uno a tener su propio partido y su narrativa, pero el compromiso de todos para cuidarse de los enemigos de la democracia, las espadas.

Los comunistas, amigos del “unanimismo despótico” –como le llama Rómulo– se deslindan.

En 1964 afirma Rómulo que sus compañeros le insistieron en divorciarse de Caldera, pero prefirió, por el bien del país, no escucharlos. Ambos se habían comprometido a liquidar, de raíz, la “saña de caínes” que prende desde nuestro amanecer como república.

El experimento dura 30 años, hasta 1989, cuando la vorágine otra vez nos arrastra y se traga otros 30 años más, hasta 2019. “Ha brotado abundante la semilla de los rencores para ofrecernos por largo tiempo en el campo de la política venezolana el amargo fruto del odio fratricida”, recuerda el cronista de 1836, casi que recrea el río de hiel y de dolor asfixiado que recorre por las venas de la Venezuela agonizante en esta hora.

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