Al presidente Santos se le ha puesto cuesta arriba su gestión de gobierno con un par de hechos ocurridos en los últimos días que le plantearán un reordenamiento de sus prioridades políticas en lo interno.

El primero es la decisión de la Corte Constitucional que, de un plumazo, eliminó la “vía rápida” a que aspiraba el gobierno para que el proceso de paz pactada con los narcoterroristas se materialice con prontitud. Esta corte que hace unos meses calificaba de “fin imperioso” la instrumentación de la paz ahora dicta una sentencia que, palabras más, palabras menos, pone el proceso de implementación a funcionar en cámara lenta, lo que a todas luces no es conveniente para quienes ejercen el poder y que fueron los artífices de los acuerdos de La Habana.

Esta decisión de la corte ha levantado una polvareda enorme entre los grupos políticos que están a favor y quienes están en contra de un acuerdo de paz que ya sabemos que no recibió el aval nacional en el plebiscito convocado a este fin. Pero si bien las facciones políticas han manifestado con pasión sus posiciones frente al frenazo impuesto por la corte, son las FARC las que han reaccionado más contundentemente ante el fallo de la corte. Estas, luego de emitir un comunicado rechazando la sentencia, se han declarado en asamblea permanente en todo el país y han afirmado que la decisión siembra una alta dosis de incertidumbre, justo cuando se acerca el momento de la dejación de armas.

El chantaje de los irregulares consistente en un llamado a los poderes públicos para alcanzar la paz –su paz, valga aclararlo– no va dirigido al país en su conjunto, sino al otro lado del proceso negociador, que es el gobierno. Para cualquier observador es claro que lo que está en juego, si el proceso de implementación de los acuerdos de La Habana se torna lento, es la posibilidad de que las FARC puedan participar en las elecciones colombianas de 2018 como una fuerza política legal, lo que tendría lugar en un año. Las demoras que se puedan originar en el proceso legislativo para materializar los acuerdos pudieran ocasionar que la fuerza guerrillera no esté a tiempo para convertirse en un partido, lo que solo ocurrirá una vez que estas hayan entregado todo su material de guerra a Naciones Unidas.

El otro tema que debe atribular al presidente de Colombia es que el encuentro con Donald Trump no puede ser exhibido como un éxito para Colombia en todos sus elementos. Allí debe haber también recibido un “baldado” de agua fría, como se le llama en Colombia. Es cierto que entre los dos mandatarios hay una química positiva y algunos objetivos compartidos. Pero es también claro que el presidente de Estados Unidos puso sobre el tapete, al referirse a una colaboración futura entre las dos naciones, dos elementos en los que Estados Unidos están esperando de Colombia más de lo que esta nación está aportando.

Uno es el control del tráfico de droga hacia el resto del mundo –recordemos que Colombia hoy cuenta con 188.000 hectáreas de plantaciones destinadas a ese fin– y otra es la necesidad de una más proactiva actuación del gobierno de Santos en cuanto al desgobierno venezolano y la ausencia de democracia y de libertades del otro lado de la frontera. Quedó muy claro que Estados Unidos planteó una exigencia de reducción de la siembra y la producción de droga en Colombia, lo que requiere de un esfuerzo adicional en torno a la facilitación al narcotráfico que está teniendo lugar a través del territorio venezolano. Donald Trump hizo una inequívoca mención a estos temas en su aparición pública con su par colombiano. El presidente neogranadino esquivó el tema venezolano y no recogió el guante, pero lo que no podrá es olvidar que ello se ha vuelto parte indisoluble de la batalla antinarcóticos que está obligado a realizar en su país de cara a Estados Unidos.

Como les decía al inicio, la agenda del país vecino está mutando.


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