Alfredo Croes fue un caballero. Tenía ese atributo que cierta tradición llama don de gentes: facilidad para relacionarse, una liviandad muy suya, un interés siempre despierto por los demás. Fue un hombre de consideraciones: sabía guardar silencio cuando la situación así lo requería. Esperaba su momento para aportar su punto de vista. Escuchaba con un interés todavía mayor, las opiniones que confrontaban a las suyas.

Luego de una larga trayectoria en empresas del sector privado, Alfredo se reinventó. Se interesó por la opinión y los asuntos públicos. Junto con Edgar Gutiérrez, brillante mente venezolana, le dieron forma a ese emprendimiento que ha sido Venebarómetro. En un relativo corto tiempo, sus datos y conclusiones se han constituido en una confiable referencia para pensar el estado de cosas en nuestro país.

Tuve el privilegio de trabajar con Alfredo en varias oportunidades, convocados ambos a desafíos profesionales muy distintos unos de otros. En esas lides, que son tan reveladoras, fui testigo de su versatilidad profesional: buscaba comprender cada problemática a fondo, investigaba sobre hechos similares, producía ideas de distinto tenor. Era una persona íntegra y un profesional con un hondo sentido de la responsabilidad.

La última vez que me senté con él alrededor de unas tazas de café, en abril de 2015, justo antes de iniciar mi exilio, su preocupación por el país era manifiesta. En los estudios que disponía en ese momento, ya aparecía como una nítida tendencia el rompimiento de los sectores populares con el régimen de Maduro. Alfredo tenía la suficiente madurez para, en medio de su preocupación venezolanista, sentir alguna forma de optimismo por lo que eso significaba. Ese día me dijo: o el gobierno cambia el rumbo o usará la violencia en contra de las protestas. No se equivocó.

En más de una ocasión, no solo a mí sino también a otros amigos comunes, Alfredo narraba sus viajes por las carreteras venezolanas, junto con su esposa. Sentía un verdadero entusiasmo por lo que aprendía del país en sus recorridos. Aunque no se ufanara de ello, Alfredo amaba a Venezuela. No cualquier Venezuela, sino una constituida por las realidades que él palpó en sus recorridos y en sus trabajos de investigación.

La muerte ha pillado a Alfredo en un momento particularmente fructífero de su vida. Desde hace años seguía el pulso de los hechos, y nada le apartaba de su práctica personal y profesional, que consistía en seguirle los pasos a la realidad, más allá de lo obvio. Alfredo fue un ser constructivo. Una buena persona. Un hombre que practicó el diálogo y el respeto por las diferencias. No me cabe duda alguna: llegado el momento, hubiese sido un entusiasta promotor de un país productivo y digno. Nuestra Venezuela hubiese contado con su disposición y sus talentos.


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