El 17 de diciembre de 1935, para conmemorar, con gravedad nunca antes vista, la muerte del Libertador, y quién sabe si súbitamente consciente de haber abusado durante demasiado tiempo de la paciencia de sus súbditos, el general Juan Vicente Gómez Chacón, primer mandatario vitalicio de Venezuela, decidió estirar la pata y embarcarse en la nave de Caronte. Faltaban apenas 2 días para que se cumplieran 27 años del golpe de Estado (19 de diciembre de 1908) que perpetró contra su jefe y compadre, Cipriano Castro. Sus adversarios conjeturaron que la fecha fue ajustada por los aduladores para que su canto de cisne coincidiera, en mes y día, con el testamentario adiós de San Pedro Alejandrino, ese que memorizamos por exigencia escolar y repiten, argumento magister dixit, quienes arrellenados en el diván de la antipolítica abogan porque «cesen los partidos y se consolide la unión», sin mover un dedo para que ello suceda. No escapaba a sus panegiristas, aspirantes a seguir chupando de la sucesión andinista, el valor simbólico del paralelismo onomástico –seguramente envidiado por Chávez– iniciado por doña Hermenegilda Chacón, el 24 de julio de 1857, cuando parió en La Mulera al hombre que gobernaría a Venezuela con puño de hierro y guantes de seda o cabritilla, según la ocasión, y sería Pacificador y Benemérito, bagre… ¡y bigotón! Como Stalin y Maduro.

No malicie el lector suspicaz que espero se produzca hoy una coincidencia similar, ¡claro que no!; puedo todavía distinguir entre la objetividad y el pensamiento ilusorio (wishful thinking) y no apuesto por una azarosa simetría que ponga punto final a este gobierno. Además, lo dijo un presidente de la República civil, la IV, tan denostada por el revisionismo histórico al uso, «deseos no empreñan»; no, hoy, en el Panteón Nacional, pompas y circunstancias impondrán la solemnidad del caso y un maestro de ceremonias, con el profundo registro vocal de un bajo ruso, dará lectura a la postrera voluntad de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad y desgranará, por exigencias épicas, versos de José Joaquín Olmedo –«Oh capitán valiente/ blasón ilustre de tu ilustre patria/ no morirás, tú nombre eternamente/ en nuestros fastos sonará glorioso»– o, por apremios ideológicos y revolucionarios, hará lo propio con Neruda –«Yo conocí a Bolívar una mañana larga,/ en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,/ Padre, le dije, eres o no eres, o ¿quién eres?/ Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo/ Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo»–, mientras, en audio, un dilatado fade out arrastrará consigo el eco de esa oración fúnebre y dará paso, fade in, a «las marciales notas del “Gloria al bravo pueblo”». En video, nos toparemos con un primer plano del catafalco que guarda los huesos del Libertador (profanados y revueltos por su avatar rojo) al que, dissolve mediante, seguirá una secuencia estroboscópica de planos cortos de su rostro, reinterpretado en photoshop por mandato del comandante eterno, y el de este idealizado por la estética socialista.

El acto visualizado en parte en el párrafo anterior y que soportaremos, si no hay otra opción, en cadena radio-televisiva, estará presidido por un sujeto que amenaza con vetar la participación de los partidos políticos que no comieron de la torta municipal en una eventual elección presidencial –reacción pueril ante la certeza de lo que ni siquiera el maquillaje de sus celestinas pudo ocultar que se hizo de las alcaldías, de acuerdo con cálculos y proyecciones de analistas calificados, con menos de la cuarta parte del padrón electoral, lo cual solo motiva tísica alegría–, para despejar el camino a unas pretensiones hegemónicas que prescriben altas dosis de jarabe patriótico. Se empeña en que aceptemos, pasivamente y como ineluctable fatalidad, su ambición de mantenerse en el poder, ¿será Matusalén?, «por las décadas y siglos que están por venir», tal manifestó antes de la ronda de conversaciones previstas para el viernes pasado en “Quisqueya de mis amores yo te comparo con una estrella”, cuyas resoluciones, buenas para empedrar otra senda de promesas incumplidas, querría refrendar a ritmo de merengue. Conversaciones con aires de infructuoso ritual que deberían ser, para la oposición, último round de una pelea preliminar librada por el qué dirán, en la búsqueda de unas garantías imposibles, a objeto de medirse en un combate, definitivo y desigual, perdido de antemano.

¿Por qué sostenemos que son tan escasas como el talento ministerial, el dinero en efectivo o las medicinas –y una larga lista de productos que, valga la cursilería, son melancólica evocación de un pasado feliz comparativamente superior al presente– las posibilidades de un agreement entre la fuerza bruta de la dictadura y la mansedumbre de la oposición democrática? En primer término, por la falta de transparencia del régimen y la «contagiosa opacidad» de su jefe nominal: un régimen militar que oculta y no publica, cual si fuesen cuestiones atinentes a la seguridad nacional o de valor estratégico para la guerra económica decretada por Chávez y mal interpretada por su cola de ratón, los indicadores que la ley le obliga a divulgar para conocimiento ciudadano, y un presidente aficionado al hermetismo que, apenas siente que el barco se menea, vuela a La Habana para recibir secretas instrucciones a fin de mantenerse a flote. Pactar con poderes ocultos es pactar con el diablo. En segundo lugar, y tan determinante como las razones anteriores, la condición sine qua non del oficialismo que ni querer queriendo la oposición podría aceptar: el reconocimiento de la asamblea nacional cons(pros)tituyente y el irremediable vasallaje a su espuria autoridad.

No importa qué haya acontecido en Santo Domingo. Hoy es ineludible el homenaje a la memoria del «hombre de las dificultades» y también lo es recordar que un 17 de diciembre, pero en 1819, el Congreso de Angostura decretó la creación de la Gran Colombia, por lo que, quienes no vemos con muy buenos ojos el culto a la mítica heroicidad del más ilustre de los caraqueños, cuestionamos su paternidad de la República, progenitura que, para ser justos, correspondería a José Antonio Páez. Y resta otro motivo para… ¿festejar?: el domingo 17 de diciembre de 1999, en medio de un catastrófico deslave, del que aún no se han repuesto los varguenses, y con una descomunal abstención, se sancionó un bodrio que defendemos a falta de algo mejor: la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Por eso, ¡chiiito!, Gómez tiene velas en este entierro, pues de él copiaron Chávez y su vestigio la recurrente violación de la carta magna en función de sus designios, lo cual la convierte en letra muerta. Q.E.P.D.


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