Vivo, duermo, sueño en el trueno del dolor. Del dolor físico, que no se despega de la hora oscura irrevocable. La última gota de la clepsidra. El grano de arena que cae antes del fin. Es como una chinche que me roba la sangre. Y no me absuelve, pues me ve revolviéndome en mi dolor.

Busco a Ernst Jünger, me ofrece su ensayo Sobre el dolor. Y me dice: “El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no sólo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo”. Creo lo primero, no lo segundo. El dolor no ceja, me macera: me empino para mejor ver la fuente, y lo único que descubro es que está dentro de mí. ¡Al carajo el mundo exterior!

Pensar el dolor, la devastación. Pero qué entendemos por devastación, más allá de ese latino vastare, que significa tanto gastar (en el sentido de erosionar) como vaciar. Si imaginamos un escenario para esa devastación, podríamos remitirnos a los compases centrales de la Música fúnebre, de Lutoslawski. En cualquier caso, desolación, de-solare = quitar solaz; separación, distancia, ausencia de lo humano.

Pero yo te comprendo, Jünger. El fondo de este escrito Sobre el dolor, que fue publicado en 1934, después de que su autor ya hubiera oído silbar las balas y padecido el hedor de las trincheras en los campos de concentración de Guillemont,  reclama la atención sobre el poder y la capacidad de separación, de disgregación, si se quiere decir así, de la técnica. Esto empezó a formularlo cuando estaba en el frente, y el enemigo se hacía invisible. Sí, el oponente se había transformado en un vacío y en un silencio que, sin embargo, contenían todo el horror y todo el estrépito.

 El dolor, para Jünger, es la ocultación de la muerte, y su reverso ―la existencia―, la creación de lo indoloro, la seguridad artificial y, sobre todo, el “alto grado de previsibilidad” de nuestras vidas. El dolor como negación del azar. Porque es inmutable y revela el significado del ser humano. Lo que cambia es nuestra subjetividad, y con ella su intensidad, su duración. Es una relación inconstante, y se sustrae a la conciencia. Para iluminar la distancia de mi dolor y el de Jünger, cito esta entrada de su Diario de guerra: “Hoy por hoy me lo paso bien en la guerra y le he tomado el gusto, ese constante jugarse la vida tiene un atractivo enorme”. Esta entrada de 1916 fue suscrita hasta el mismo día en que lo hirieron, casi al final de la contienda, una vez que los americanos entraron en combate.

Si hay dolor, es porque hay vida. No creo que el dolor sea la creación de lo indoloro o una seguridad de artificio, y mucho menos esa elevada previsibilidad de nuestras vidas. En verdad, creo que no hay nada mejor que el ensayo Sobre el dolor (1934). En este, Jünger analiza no solo el concepto de dolor en general dentro de una sociedad cada vez tecnificada, sino en relación con la ideología totalitaria que, bajo sus distintas formas, atenazaba más a toda Europa. Falleció el 17 de febrero de 1998, en Riedlingen, Alemania, a los 103 años.

Jünger sigue aquí, pero yo soy otro. Un desconocido hasta para los que amamos, mi copa de amargura, la sonrisa dolorosa de mis labios. Yo no tengo el presentimiento de la dicha. Vivo el dolor en carne cruda, en el tiempo, en el espacio. Pertenezco a la estirpe de Baudelaire, cuando en 1861 escribió a su madre: “Estoy solo, sin amigos, sin amante, sin perro ni gato, sin nadie a quien quejarme”. Y escribió Recogimiento, sobre el dolor mismo:

Sois sageô ma Douleur, et tienstoi plus tranquilleTu réclamais le Soir ; il descend ; le voici : Une atmosphère obscure enveloppe la ville, Aux uns portant la paix, aux autres le souci

Pendant que des mortels la multitude vile,/ Sous le fouet du plaisir, ce bourreau sans merci, / Va cueillir des remords dans la fête servile, / Ma Douleur, donne-moi la main; viens par ici,

Loin d’eux. Vois se pencher les défuntes Années, / Sur les balcons du ciel, en robes surannées; Surgir du fond des eaux le regret souriant;

Le soleil moribond s’endormir sous une arche, / et, comme un long linceul traînant à l’Orient, entends, ma chère, entends la douce nuit qui marche.

De manos, el dolor va conmigo, nos alejamos del azote del placer, verdugo inmisericorde. Escucha, querida, escucha la dulce noche que pasa. Es como un largo sudario que nos lleva al oriente. Al brillo de la meditación. No oculta la muerte ni la existencia, la coloca en nuestro altar de sacrificio, la sangre del cordero. Mis enfermedades no son una metáfora, son “c’est que la Mort, planant comme un soleil nouveau, / Fera s’epanouirles fleurs de leur cerveau!”: Baudelaire, “La Mort des Artistes”. Es preciso morir y dar cuenta de la vida, esta es la enseñanza de las enfermedades.

¡Qué cosa tan frágil es la salud y qué delgada es la cubierta que defiende nuestra vida! Un leve soplo nos hace zozobrar. Es la nada y vemos el peligro: una nube y todo se entenebrece. Para sentir vivamente la poesía de las rosas que duran una mañana, es preciso salir de las garras de ese buitre que se llama enfermedad. Quimera del dolor irrevocable. En la mitología griega, Quimera era un monstruo híbrido, hija de Tifón y de Equidna, que vagaba por las regiones de Asia Menor aterrorizando a las poblaciones y engullendo animales, y hasta rebaños enteros.

¡La vejez! Envejecer es más difícil que morir. Soportar la propia decadencia, la dependencia de otros por el andar senil, tembleque, doloroso, con apoyo de equipos como piojos inútiles, es una virtud más amarga y punzante que desafiar la muerte. Pueden adivinar el porqué de una lágrima, y abismarse al mirar ese porqué. Una lágrima puede ser la ensoñación poética de pensamientos azules.

Y antes del fin truenan las palabras del hijo de David en Jerusalén, el Eclesiastés: “¡Vanidad de vanidades! ―dice Cohélet―, ¡vanidad de vanidades, todo es vanidad! (…) Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. (…) Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo; Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir. Lo torcido no puede enderezarse, lo que falta no se puede contar”.

El único recurso que nos queda antes del fin es el estupor. Y una última mirada a la noche azul, a las estrellas y a las maravillosas nubes del fatigado extranjero. Creer que como Whitman podemos decir: “Camerado, this is no book, / Who touches this book, touches a man”.

Mas,  el sol mudo de un destello, cuando caen los ojos, nos trae la amenaza  del áspero Mefisto: “Homo homini lupus”. El show no debe continuar. Ascensión del Cisne Azul Negro.


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