Lo primero que se debe entender es que Donald Trump es solo el presidente de Estados Unidos de Norteamérica. No es el presidente del mundo y tampoco lo es de Venezuela. Esto significa, por supuesto, que Trump tiene que hacer y hará lo que sea necesario para defender los intereses geopolíticos de Estados Unidos y no de otros.

Hasta la administración de Barack Obama, en ese país se había impuesto una política de que esa nación fuera una especie de gendarme mundial con el pretexto de atender sus necesidades geopolíticas. Esto lo llevó a inmiscuirse directa e indirectamente en varios conflictos en diferentes partes del planeta, aduciendo que defendía no solo sus intereses, sino también los de sus aliados.

Con Donald Trump llega a la Casa Blanca una visión más pragmática de la geopolítica estadounidense que, si bien atiende a sus intereses, no lo hace de una forma indiscriminada e ineficiente. Con Trump, Estados Unidos se ha replanteado su papel en el Medio Oriente y en Europa, al punto de reconsiderar su participación en el pacto militar de la OTAN para desmayo de gobiernos europeos muy acostumbrados a los subsidios de los estadounidenses.

Con este pragmatismo, Trump parece estar dispuesto a defender el papel hegemónico de Estados Unidos como imperio en su área natural de influencia hemisférica en América, al tiempo que reconoce otras potencias e imperios en formación con sus respectivas áreas de influencia, tales como China y Rusia.

Geopolíticamente, Venezuela siempre ha estado en el área de influencia directa de Estados Unidos. El papel activo e instrumental del Estado chavista venezolano, en el patrocinio del narcolavado y el terrorismo, pone a Venezuela a encabezar la lista de prioridades en la agenda estadounidense. No se trata simplemente de la caricaturesca retórica antiimperialista de Nicolás Maduro y sus operadores, sino del papel del Estado venezolano en actividades criminales que afectan en forma directa los intereses de Estados Unidos.

Por esta razón, y no por otras, esa nación tiene que considerar ser parte de una alianza, o liderarla, para la intervención militar internacional en Venezuela. Un beneficio colateral importante de esa acción, sin duda, sería el desencadenamiento de un proceso de ruptura política en Venezuela que derroque al régimen de Nicolás Maduro.

Por ese motivo, Donald Trump no podía acompañar a los países que denunciaron al régimen de Venezuela ante la Corte Penal Internacional y menos aún reconocerle jurisdicción a esa instancia. El tono y el tiempo de las acciones que emprenderá Estados Unidos contra el Estado chavista no serán decididos por instancias diplomáticas que, por su propia naturaleza y ambigüedad, siempre terminan haciendo concesiones al régimen.

La doctrina Trump frente a Venezuela parte del reconocimiento pragmático de Estados Unidos al papel real de otras potencias en sus respectivas áreas de influencia, al tiempo que se reserva para sí el poder económico y militar de decidir lo que más le convenga en su propia área de influencia, en la que justamente se halla Venezuela. China y Rusia tienen que atender asuntos más importantes en sus propias regiones, que ocuparse en sostener al fallido Estado chavista como desearían los operadores civiles y militares del régimen. Y eso Trump lo sabe.


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