A horse!, a horse! My Kingdom for a horse!, exclama, no una sino dos veces, el contrahecho y ambicioso Ricardo en la escena IV del acto final de la muy representada y versionada obra shakesperiana The life and death of King Richard III. La frase, súbita alucinación acústica, iluminó mi lectura del fiasco de los perniles portugueses prometidos a quienes se prestaron a dar una mano de legitimidad al arrebatón de las alcaldías. “¡Un pernil, un pernil; tu voto por un pernil!”, fue lo que, con lazo y todo, Maduro y su pandilla ofrecieron a su clientela para no cumplir. Y, claro, si el epítome de la usurpación y la tiranía es capaz de ceder su dominio por una montura, ¿cómo no va a hipotecar su mañana un famélico dependiente de la limosna roja a cuenta de una pierna de cochino? Este episodio, digámoslo con la cursilería de rigor, cerró con broche de oro un año de hambre, desolación y muerte; de purgas, traiciones y ajustes de cuentas; de fraudes continuados y traspasos indebidos de minas e hidrocarburos a una corrupta mafia narco-castrense… un año terrible que, ¡ay de nosotros!, amenaza con repetirse para peor.

Annus horribilis es un latinajo de forja reciente –que huelga traducir–, atribuido gratuitamente a Isabel II de Inglaterra que lo utilizó para referirse a una serie de eventos desafortunados que, en 1992, restaron glamour a su jubileo, afearon la fachada de la monarquía británica y alimentaron con sustanciosos e indecorosos chismes las páginas de tabloides amarillistas y revistas del corazón; no salió, empero, de su magín, sino de la pluma de Sir Edward Fox, servidor de la casa Windsor y áulico de su graciosa majestad, quien tal vez lo pescó en la biblioteca de Buckingham. Desde entonces, la expresión ha sido comodín retórico de discursos para despachar, en dos palabras, calamitosos balances anuales. Quise titular con ella esta, mi primera fechoría de 2018, pero se me adelantó Adolfo Salgueiro en su postrero artículo del que, hasta ahora, ha sido, y creo no exagerar, el peor año de nuestras vidas. Aunque no he renunciado a sumar mis lamentos al ayayay nacional y a hundir mis dedos en la llaga que, gracias a los desafueros del comandante de los ojitos omnipresentes y la incompetencia de sus secuaces, es ahora lo que antes fue país, intentaré que el lector sonría, a pesar de que hasta el más optimista de los adivinos apuesta por que a mediados del año añoraremos el que atrás quedó.

El de hoy, 7 de enero, es el primer domingo de este virginal 2018 y el santoral lo consagra a Raimundo de Peñafort, patrono de los juristas, del derecho canónico y de los abogados –no de los venezolanos que se decantaron por san Ivo, que «era bretón, era abogado, y no era ladrón»–, y también de santos y santas de nombres raros –Polieucto y Lindalva–, no tanto como el de Prepucio Rufogalli, quien, según refiere con teológica erudición Iñaqui de Errandonea, S. J., de joven tuvo amores con la bella Clítoris de Éfeso y, a las puertas del cielo, fue aclamado por 40 religiosas basilias de Oriente, ¡que entre, que entre!, y repudiado por las 11.000 vírgenes, ¡que no entre, que no entre!, y, por ello, es celebrado y cantado en Las Celestiales –«No sale del purgatorio/ por culpa de un nombre sucio/ un santo tan meritorio/ como lo fue san Prepucio»–. No escatima admiración a la obra evangelizadora de este santo varón, el sumo jodedor (¿MOS?), al punto de que, apelando a razones atinentes a la homonimia, justifica su herético rechazo a ensalzar la circuncisión de Jesús.

Además de los festejos religiosos y de los hechos a recordar porque acontecieron, un año cualquiera, pero en fecha semejante, se celebra hoy el Día del Coleccionista. De modo que no es casual la evocación a san Prepucio, pues mientras nos informábamos respecto a los acumuladores de objetos valiosos y trastos inútiles, nos topamos con un listado de extravagantes colecciones que seguramente estarán asentadas en el libro Guinness de los récords o en una de esas guías de lo insólito o lo increíble archivadas por el memorioso Mr. Google. Así nos enteramos de que, en la gélida Islandia, el profesor Siguröur Hjartarson ha atesorado unos 250 penes de animales varios –elefantes marinos, renos, ballenas– que están a la vista de los adoradores de Príapo en su faloteca (Museo Falológico islandés) de Reikiavik; y también supimos que el australiano Graham Barker ha almacenado 22 gramos de la pelusa de su ombligo que guarda celosamente en 3 frascos y enseña orgullosamente a quienes se interesan por su desvarío. Mejor gusto tenía nuestro Francisco de Miranda que, es fama, coleccionaba vellos púbicos imperiales. Y hay diseminados por el globo toda suerte de museos de horrores, torturas y perversiones, pero ninguno se iguala con la exposición itinerante de modelos en cera provenientes, así lo anunciaban sus promotores, del Museo de Anatomía Patológica y Teratología Dupuytren de París, cuya escalofriante selección de malformaciones causadas por enfermedades venéreas hizo que las trabajadoras sexuales de los poblados caribeños distinguidas con su espectáculo protestaran por una presencia que estimaban contraria a sus intereses.

En alguna oportunidad sostuvimos que «así como hay gente meticulosa que dedica tiempo y dinero a la acumulación compulsiva de objetos sin importar su naturaleza o dimensiones, existen quienes hacen acopio de intangibles». Cuando eso escribimos no habíamos reparado del todo en la cantidad de despropósitos e iniciativas sin sentido perpetrados por la revolución bonita a lo largo de casi dos décadas: un abultado prontuario de disparates nunca vistos, digno de ser catalogado, ilustrado, comentado y expuesto en una galería de arbitrariedades y errores económicos y administrativos inherentes a las dictaduras militares tercermundistas, en la que no desentonaría –muy al contrario, la complementaría– un muestrario de los yerros políticos cometidos por sus adversarios y que, sin querer queriendo, contribuyen a sus subsistencias; no obstante, más urgencia reclama documentar las sistemáticas violaciones de los derechos humanos que a lo largo de 2017 costaron vida y prisión a centenares de venezolanos y que, confiada en los dividendos que le reportará el diálogo merenguero, la camarilla escarlata y verde oliva silencia, a la espera –con la artillería del CNE presta a ametrallarnos con cifras inventadas y avaladas en el nido de ratas prostituyente–, ¡que siga la fiesta!, de una tempranera reelección. Así, 2018 será para el narco-gobierno un annus mirabilis.

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