El informe del Observatorio Venezolano de Violencia para el año 2017 trae, sorpresivamente, una tasa de violencia por cada 100.000 habitantes inferior en 3 puntos a la del año anterior. Si esta era de 92, la actual sería de 89. Disminución muy escasa pero disminución al fin, aunque no impida que nos sigamos contando entre los países con más víctimas de violencia mortal, que es a la que nos referimos en este momento: 26.616. Seguimos siendo en ello el segundo país del mundo. ¿Hemos llegado al tope y ya empezamos a bajar? No parece que podamos echar las campanas al vuelo. En efecto, ¿a qué se debe la optimista nueva tasa? Los 5.535 muertos “por resistencia a la autoridad” (15 personas al día) nos hablan de que el Estado ha logrado disminuirla a costa de una violencia “oficial” fuera de toda regla, de toda justicia y de toda consideración con los derechos humanos. El Estado se ha dedicado a matar malandros. Por eso tenemos una tasa de muertes violentas inferior a la del año 2016. Ya lo señalábamos en artículo anterior.

No hay duda de que muchos ciudadanos estarán satisfechos con semejante actuación de los organismos policiales sin tener en cuenta que un Estado convertido en malandro también él, no garantiza la seguridad de nadie. Es propio de las dictaduras administrar “justicia” sin averiguaciones de ningún tipo, sin juicios mínimamente legales, sin permitir defensa alguna y sin respetar a quien se rinde y se entrega sin resistencia.

Ahora bien, si ha disminuido la tasa de asesinatos cuantitativamente, se han incrementado las distintas formas de cometerlos. Así, los linchamientos con consecuencias mortales han sido de 2,4 por semana, y 6,4, en el mismo tiempo, las muertes por sicariato.

Los linchamientos son más preocupantes, aunque sean menos en cantidad, porque involucran a ciudadanos comunes que nunca antes habían participado en hechos de semejante violencia, mientras al mismo tiempo extienden por la sociedad la perversa conciencia de que es justo aplicar la muerte fuera de toda ley cuando se dan ciertas situaciones. Es verdad que nuestro Estado no nos defiende contra el delito que puede suceder en nuestras propias narices, pero ello no justificará nunca que se actúe por propia cuenta y en grupo con la idea de que así se comparte comunitariamente la responsabilidad personal y se elimina la culpa.

Nuestro deseo, como el de cualquier persona honesta, ha de ser el que está muy bien expresado en la Biblia: no la muerte del malandro, sino que se convierta de su conducta, que cambie y se recupere.


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