Cuando voy al centro de la ciudad a dar fe de vida o a llevar facturas médicas al seguro o tomar con cierta angustia un Metro deteriorado y a riesgo de ser acusado de desestabilizador por la justicia bolivariana o de quedar retenido en sus túneles, es decir, cuando debo salir de casa a hacer alguna diligencia, trato de disfrazarme de pobre –¡lo que no me cuesta ningún esfuerzo!–, debo admitir. ¡Blue jeans y sandalias! Todo en bajo perfil para evitarme situaciones enojosas y usuales como asaltos en plena mañana; ofensas bolivarianas y, lo peor: un lenguaje ordinario y soez que, si a ver vamos, debe resultar más crispante y ofensivo que el propio atraco.

A riesgo de recibir un balazo, creo que tendría la suficiente serenidad para enfrentarme al delincuente y pedirle más respeto por el idioma. A menos que se trate de asaltantes profesionales con armas de grueso calibre y un comportamiento en modo alguno agresivo o violento. La suspicacia venezolana podría suponer que en estos casos se trata de hombres que alguna vez portaron un uniforme o lo llevan en horas de disciplina y se liberan de él por las noches. ¿Qué hacer? Sabemos que la autoridad policial es ineficaz para controlar la violencia delictiva, sobre todo, cuando se sabe que el propio Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas y la Guardia Nacional son los que la alimentan y practican, al punto de convertir el país en el más inseguro del continente

En los tiempos de extrema violencia que padecieron los colombianos conocí en Bogotá a una mujer de alta sociedad que ocupaba un cargo importante en un instituto cultural. Dejaba en su casa el automóvil de marca y cruzaba la ciudad manejando una Renoleta, es decir, un Renault muy viejo, y al llegar a su trabajo sacaba los zapatos de tacón, el collar, los zarcillos y la cartera que tenía escondidos debajo del asiento y se disfrazaba de niña acomodada, es decir, de ella misma y entraba triunfante y gloriosa a su oficina. Al regresar a su casa, hacía lo que yo hago cuando salgo de la mía.

“Debo vivir así –me dijo–. De lo contrario, me expongo a ser víctima de algún grupo delictivo, guerrillero, paramilitar o policial”. Hoy, Bogotá es una ciudad sosegada, porque la violencia quedó sometida a una política de Estado que Caracas no tiene. Allí vi una vez un letrero: “No toque la bocina. ¡Mortifica!”. En Caracas, antes de caerle a tiros al letrero, el chavismo lo habría calificado de sifrinísima mariquera oligarca.

¡Los bogotanos aceptaron el proyecto de salvar la ciudad! En Caracas, el objetivo es acabar con ella: se niega el apoyo a los alcaldes electos; se les inhabilita y el consuelo que nos queda es rogar a los asaltantes que lo hagan manejando un lenguaje menos ordinario. Sé que es pedirle “peras al horno”, como reiteró Manuel Rosales en su frustrada campaña electoral, porque es como rogarle al presidente de la república que modere el suyo.

También es inútil adoptar previsiones para pasar socialmente inadvertidos, porque lo que nos delata es la manera de caminar y expresarnos. Algo que nada tiene que ver con la clase social a la que se pertenece, sino a la cultura que se haya adquirido, que termina manifestándose en el buen decir y en la dinámica elegancia del movimiento corporal.

Lo que desalienta es que habiendo sumergido mi vida en universos espirituales luminosos, acabe entregando los zapatos y la vida a un ser ignorante y desalmado; morir a manos de un policía disfrazado de hampón o de algún azote de barrio disfrazado de policía, y caer, finalmente, en plena calle víctima de un guardia nacional ansioso por disparar.


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