No estamos para detenernos en el tema electoral, como si de su realización dependiera la vida de la república. Esa vida está en pico de zamuro desde hace tiempo. Si la mirada se pone únicamente en la decisión de acudir a la convocatoria a votar para elegir nuevo presidente, o para permitir el continuismo del actual, se cubre con espesa cortina el panorama de oscuridad que domina la vida venezolana. Tan oscuro, que nadie tiene potente linterna para descubrir sus detalles y mostrarlos en acto público.

Todos los aspectos de la cotidianidad se han trastornado, hasta el punto de que nadie esté en capacidad de soldar su rompecabezas. Todos los problemas que afectan a la ciudadanía necesitan remiendo, pero algo más que un zurcido que dependa de una acción que se limite a hacer una fila para votar. Sin exageración, nada funciona en Venezuela como funcionaba antes, bien o medianamente bien, para enfrentarnos a una situación de penuria generalizada que rara vez se ha visto entre nosotros.

Solo una acción colectiva puede llegar a una meta plausible, pero no cualquier manifestación que propongamos entre todos. Votar es una acción colectiva, la más eminente de ellas, la que suele ser determinante, pero solo si se viven situaciones de relativa normalidad. La invitación que nos hace Maduro no solo es distinta de los llamados a los cuales acudimos desde el advenimiento del chavismo, sino también de las vendimias protagonizadas por los sufragantes durante el período de la democracia representativa. De allí la necesidad de su consideración como un desafío excepcional.

Es un desafío excepcional porque, como se siente y se sabe, es lo más lejano a la normalidad, lo más distante de las reflexiones sensatas o superficiales que habitualmente aconsejan al elector cuando experimenta situaciones apacibles. Que la convocatoria electoral provenga de un organismo ilegítimo y prostituido, que la celeridad de la invitación solo busque el continuismo del dictador, que las empleadas del CNE sean burócratas obedientes de Miraflores y que se haya limitado mediante decisiones ventajistas la participación de todos los partidos son aspectos esenciales que invitan a salirse del juego, pero la situación es mucho más compleja.

Como quise señalar en mi columna del pasado domingo, enfrentamos una situación de alejamiento de la sociedad frente a los líderes de los partidos que plantea realidades inéditas cuya terminación no parece cercana. En la medida en que crecen los problemas, la gente que los padece no mira hacia los dirigentes políticos para procurar buen camino. El sálvese quien pueda de cada venezolano conspira contra la alternativa de un reencuentro entre la masa y quienes pretenden dirigirla. Unas masas sin cabeza y unos partidos sin seguidores entusiastas no prometen soluciones adecuadas y perentorias. En consecuencia, las posibilidades de una explosión social no parecen predicción fantasiosa, ni se señalan para echar más leña a la candela. La gente dependiente de la buena de Dios busca a Dios por los rincones.

El reencuentro entre los líderes y la gente es, por lo tanto, imprescindible. Es anterior al acto electoral, si dan los tiempos en medio de las prisas impuestas por el oficialismo. La última reunión de diálogo en República Dominicana da pie para intentar el acercamiento, debido a que la firmeza de los dirigentes de la oposición dio una demostración de sensatez que seguramente anime a los espectadores. Al darle a la dictadura un portazo contundente, se abrió un postigo para la penetración de oxígeno vivificante. Fue una muestra de renacimiento del liderazgo, la posibilidad de un retorno de la confianza colectiva, pero apenas un primer paso. El paso siguiente dependerá, me parece, de ver cómo se junta el liderazgo con la ciudadanía tras el objeto de evitar el reventón de las calamidades.

Si el cauce roto de la vida es un evento que parece inminente, es asunto de necesidad, pero también de oportunidad, que las cabezas de la oposición tomen sus cuernos con la mano. Las elecciones están planteadas y se debe atender su llamado, quién sabe de qué manera, pero no se puede dejar al pueblo solo en la temeridad de jugarse la vida para atender sus necesidades fundamentales. Un derramamiento de sangre, anterior o posterior al acto electoral, no es una buena manera de conquistar prosélitos.

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