Para la especie humana existen verdades que por ser tan irreprochables, irrebatibles, se erigen paradójicamente en “verdades” cuasi mitológicas; algún antropólogo o etnólogo de las corrientes epistemológicas de raigambre lewistraussiana las llamaría mitologemas. Tal ocurre con la palabra democracia. Es tan evidente como el aire que respiramos, ella misma circula profusamente por entre los pliegues de nuestro ADN sociocultural pero, como contrapartida dialéctica, también existen individuos, grupos y sectores de la misma sociedad que no pueden oír su sonora pronunciación. Así como aquel general que en plena Cámara de Diputados dijo: “Cuando oigo la palabra cultura, saco mi pistola”. Igualmente, vivimos tiempos aciagos, tristemente lúgubres para la mayoría de la sociedad venezolana. Existe, incontestablemente, una nada desdeñable franja de población políticamente activa que no puede oír hablar de democracia porque no solo siente alergia sino que, además, por si fuera poco, se ensaña incluso con violencia física contra los que haciendo uso de los derechos que la consagran como modo de vida contemplan su cultivo y cuido constitucionalemnte.

Veo con estupefacción –yo, que nací en democracia, representativa, burguesa y todo lo demás pero ciertamente perfectible– cómo alguien, que osa pronunciar tan hermoso como denostado término, es maltratado y vilipendiado y sometido al escarnio público cual hereje merecedor de la pira. Desde el tupido entramado de la maraña de medios ideológicos de propaganda y adoctrinamiento partidista se tilda de “traidor a la patria” a los ciudadanos que se reivindican como demócratas. Sobre quienes se asumen a mucha honra como sujetos de hecho y de derecho como demócratas a carta cabal, son anatematizados con horrendos adjetivos descalificativos tales como: cipayos del imperialismo, terroristas, apátridas, antivenezolanos, vendidos a la conspiración internacional anticomunista y otras linduras impublicables. De hecho, decirse demócrata hoy en Venezuela equivale tanto como llamarse cristiano en pleno apogeo del imperio romano. Obviamente, el socialismo en cualesquiera de las versiones conocidas por la especie humana desde sus albores soviéticos de la centenaria Revolución rusa bolchevique, pasando por la experiencia de triste recordación de la “Revolución cultural china”, hasta el holocausto de Pol Pot y la efímera experiencia sandinista protagonizada por los más atrasados de la izquierda marxista leninista centroamericana, es incompatible con la democracia. Porque a decir verdad, parafraseando a Cioran, la lucidez democrática es irreconciliable con la asfixia estatalista y estatalizadora de la nueva clase que se erige a sí misma como paladines de la emancipación de los pobres. Todo socialismo es de suyo un corolario del cuartel, toda la ratio política socialista se funda en la enajenación del individuo que los nuevos mesías del partido único proclaman como el reino de la libertad. Haga usted, hipotético lector de estas intempestivas líneas, un esfuerzo y oiga las monsergas y bambalinas ideológicas de la nueva aristocracia bolivariana y cerciórese de lo estruendosamente obvio. Hace apenas unos tres lustros la élite de la partidarquía pesuvista eran unos ensoberbecidos “libertadores” portaestandartes de la nueva civilización proletaria que izaba las banderas del igualitarismo social y propugnaban la egalitè socioeconómica con aliento de redención social. Hoy, en pleno ocaso del modelo rentístico petrolero; la economía nacional es una máquina averiada cuyos motores evidentemente fundidos por la corrupción revolucionaria no arrancan ni dan visos de poder hacerlo porque el paradigma económico estatocrático obstruye toda posibilidad de que la sociedad se haga cargo de los dispositivos industriales de producción y reproducción de la vida real.


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