A Venezuela le espera una transición difícil. La etapa que sigue al término de la dictadura roja no es la de una alternancia normal, propia de la democracia. El nivel de devastación institucional, material, moral y político al que se enfrenta la sociedad venezolana no tiene precedentes en este país ni en este continente.

El chavomadurismo está dejando una administración arrasada. Los nuevos equipos políticos y administrativos que asuman responsabilidades en las diversas áreas del aparato público encontrarán un desorden monumental y buena parte de las instalaciones saqueadas por el vandalismo que ha caracterizado a estos personajes.

En enero de 2009 cuando recibí la Gobernación del Táchira, encontré la mayoría dependencias sin archivos o con ellos mutilados, computadoras sin disco duro, institutos desmantelados, equipos de trabajo (maquinaria, vehículos, etc.) dañados y parados. En 2009 aún no teníamos el caos de hoy, ni habíamos descendido a los niveles de destrucción material e institucional que ahora tenemos. Imaginemos la situación actual.

Lo que van a encontrar en las dependencias, institutos y empresas del Estado es un cementerio, pero lo más grave se van a encontrar con mucho recurso humano acostumbrado a no trabajar, a prácticas ilegales, a la corrupción como modo de vida de la administración. Este cuadro de desolación será una limitante, que frenará la velocidad requerida para atender la emergencia.

En paralelo las necesidades de la sociedad se harán presentes, y sus exigencias tendrán, por estar en democracia, una total visibilidad. Esas necesidades no podrán ser todas atendidas y resueltas de manera rápida, porque al caos existente en el aparato público hay que agregar la ruina en que se encuentran las finanzas públicas.

Ciertamente tendremos ayuda de la comunidad internacional, créditos especiales para la primera etapa de la transición. Ellos serán muy útiles, pero siempre serán insuficientes para la magnitud de los requerimientos que en todos los órdenes se harán evidentes.

El gran desafío de la transición será hacer un uso eficiente y transparente de esos recursos, cuestión que se verá limitada y afectada por el caos organizacional y administrativo del apartado público. Poner orden en ese aparato, reconstruirlo y hacerlo eficiente toma su tiempo. Esa tarea es una prioridad y debe ser un tema primordial en la etapa inicial de la administración transitoria.

En paralelo a la reorganización de la administración pública y a la puesta en marcha del plan de recuperación de la economía, la transición debe sentar las bases de la nueva era democrática que necesita nuestro país.

Es ahora, es ya, es en esta etapa que deben echarse las bases fundamentales para lograr que nuestra nueva democracia nazca vacunada contra los males crónicos de nuestra cultura política. Si bien es cierto que estos males tienen un substrato cultural, también es cierto que es menester fijar sólidas normas legales, que frenen la natural ambición humana por el poder ilimitado.

Hay que inmunizar a la sociedad política contra el caudillismo, el mesianismo, el centralismo y el clientelismo. Para ello es menester eliminar de entrada la reelección presidencial, establecer la doble vuelta presidencial, y crear un robusto Parlamento que permita una gobernabilidad equilibrada, mesurada, eficiente y transparente.

¿Puede alguna persona de buena fe pensar que todas esas tareas deben ser atendidas por un gobierno elegido, y no por un gobierno de transición? Mi modesta experiencia, conocimiento de nuestra historia y de la naturaleza humana me indican que si esas reformas puntuales no se atienden ahora, en la transición, será prácticamente imposible hacerlas cuando se haya recuperado una mínima normalidad institucional.

Cualquiera que sea elegido por el voto popular como presidente de la República, encontrará el coro de “felicitadores” convenciéndole de sus bondades, de la necesidad de su permanencia en el poder, y con todo el poder presidencial encontrarán la forma de evitar una reforma esencial a la instauración de una democracia que nazca vacunada contra uno de los males más corrosivos de nuestra historia política.

Es menester tener presente que esta situación política y social no está taxativamente establecida en el orden constitucional. Si bien el artículo 330 de la carta fundamental prevé la vacante absoluta del presidente, la forma de suplirla y la convocatoria a elecciones en un plazo de 30 días­, también es cierto que esa ausencia se enmarca en un sistema de normalidad democrática y constitucional. Este no es nuestro caso. Nosotros tenemos una situación de colapso institucional, producido por el establecimiento de una dictadura.

Lo que tenemos por delante no es una simple elección del presidente por una vacante absoluta. Lo que tenemos por delante es desmantelar una dictadura criminal, reconstruir el Estado democrático, la economía y el tejido social de la democracia.

Por eso la transición no puede durar 30 días. Necesita de un tiempo racional. El necesario para sentar las bases de la nueva institucionalidad democrática.

Nuestra Asamblea Nacional ha entendido que estamos ante una situación no regulada, ni establecida en el ordenamiento jurídico y oportunamente está trabajando una ley para darle piso legal, y canalizar su desarrollo.

Es muy importante, entonces, no colocarle camisas de fuerza a ese proceso. Ni amarrarla a persona alguna, ni fijarle plazo perentorio. Lo fundamental es fijar metas institucionales y políticas que permitan en su momento pasar de la transición a la normalidad democrática.


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