Albert Speer estuvo vinculado con Adolf Hitler durante los últimos 12 años de vida del dictador alemán. Su relación con él fue, primero, como arquitecto y reformador de la ciudad de Berlín y, más tarde, como ministro de Armamentos y Municiones del Reich. Su posición lo llevó a formar parte del círculo íntimo del Führer. Después de la guerra, este funcionario fue condenado por el tribunal de Nuremberg a 20 años de prisión. En ese período escribió su autobiografía (Memorias), un texto de más de 900 páginas, que Elías Canetti –autor del clásico Masa y poder– leyó con fruición y lo condujo a escribir un luminoso ensayo (“Hitler según Speer”), que incluyó en su libro La conciencia de las palabras.

En sus Memorias, Speer registra que entre 40 y 50 personas podían acceder a la mesa de Hitler en la Cancillería del Reich. Ahí generalmente acudían los jefes regionales y nacionales del partido, algunos ministros y las personas del círculo íntimo. También indica que los integrantes de dicho círculo nunca habían traspasado las fronteras de Alemania, y agrega que tampoco Hitler había visto nada del mundo ni había adquirido los conocimientos necesarios para comprenderlo. En este sentido es rotundo cuando señala: “…los políticos del partido que lo rodeaban no tenían, por lo general, instrucción superior. De los 50 jefes regionales y nacionales, la élite de la jefatura del Reich, solo 10 tenían título universitario. Algunos se habían quedado atascados (sic) en los estudios superiores, mientras que la mayoría no había pasado del instituto. Casi ninguno de ellos había destacado significativamente en ningún campo; casi todos evidenciaban una sorprendente falta de curiosidad intelectual”.

Según Canetti, los proyectos arquitectónicos de Hitler constituyen la parte más sorprendente del libro de Speer, quien resalta el paralelismo entre construcción y destrucción en la naturaleza del Führer. Eso explica que el líder nazi quiera dejar testimonios que perduren en el tiempo a la manera de los grandes faraones egipcios. Con apoyo de las masas, Adolf Hitler alcanzó el poder y eso explica que las grandes edificaciones que quería realizar dentro de Alemania estuvieran dirigidas a atraer y contener al mayor número posible de espectadores. Gracias entonces a su pasión por la arquitectura él tenía la capacidad de saber sobre sus formas y sus medios.

Así, en plazas inmensas, tan grandes que resulte difícil llenarlas –escribe Canetti– se le da a la masa la posibilidad de crecer: permanecer abierta. El entusiasmo de la masa, que le interesaba muy especialmente al Führer, es potenciado por su propio crecimiento. Lo importante es, en relación con este tipo de proyectos arquitectónicos, poner de relieve la captación del concepto de masa abierta y de su posibilidad de crecer.

Por el contrario, La Kuppelberg (montaña abovedada), proyectada para Berlín, debía ser 17 veces más amplia que la basílica de San Pedro. En última instancia, las construcciones de este tipo sirven –de acuerdo con Canetti– para congregar masas cerradas; una vez llenas no permiten que la masa siga creciendo. En lugar de un crecimiento ulterior, lo importante en estos casos es que las oportunidades de reunirse se sucedan con regularidad.

Canetti lo visualizó con propiedad: las masas, gracias a cuya excitación Hitler llegó al poder, deberán seguir siendo excitadas en forma incesante, aun cuando él mismo ya no exista.

Pero esa pasión por las grandes edificaciones tiene un importante talón de Aquiles del que Speer dejó constancia: “Su pasión de construir para la eternidad lo llevó a desinteresarse totalmente de las estructuras de comunicación, las urbanizaciones y las áreas verdes: la dimensión social le era indiferente”. Así pues, las personas no importan para nada, son solo fichas en su tablero de juego bélico.

Lo anterior está en plena sintonía con otro sentimiento del Führer: en cuanto dejan de triunfar en la guerra, los alemanes ya no son su pueblo, y él, sin ningún titubeo, les niega el derecho a la vida. Y, aunque organiza la última batalla en torno a Berlín, le dice a Speer: “No combatiré; corro el enorme peligro de ser solamente herido y caer vivo en manos de los rusos. Tampoco me gustaría que mis enemigos trataran mi cuerpo como una carroña: he ordenado que me incineren (…) Si perdemos la guerra, el pueblo también se perderá”. Así, pues, su única preocupación es que no le ocurra nada a su cuerpo una vez muerto.

A diferencia de Winston Churchill, Hitler rechazaba que lo vieran o fotografiaran en las ciudades alemanas bombardeadas. Él era incapaz de sentir compasión por algo o por alguien. La prueba más palpable de ello fue la orden que impartió al general Dietrich von Choltitz, gobernador de las fuerzas invasoras alemanas en la capital francesa. Cuando las tropas aliadas se aproximaron a París, el Führer ordenó a Von Choltitz que, antes de partir con sus soldados, volara hasta el más pequeño edificio histórico. Siguiendo las instrucciones de Hitler, se dispusieron cargas de dinamita en el Arco del Triunfo, la torre Eiffel, la Opera, Les Invalides, Notre Dame y la Madeleine. Sin embargo, al momento final, el general nazi no fue capaz de ejecutar la salvajada que le fue ordenada y prefirió rendirse al general Jacques-Philippe Leclerc, el liberador de París.

La locura nazi no dejó otra alternativa a los aliados: la destrucción total que Hitler quería ejecutar sobre Londres se concretó justificadamente en grandes ciudades alemanas, las cuales fueron arrasadas de la misma forma en que él deseaba destruir a la capital inglesa para dar el ejemplo y demostrar su enorme capacidad devastadora.

 


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