Complaciendo a diestra y siniestra, el siglo XX es, probablemente, el que ha producido más dictadores en el planeta, muchos de los cuales extendieron sus tentáculos al siglo XXI. Ese es el caso de Omar Al Bashir, quien, hace treinta años, había llegado al poder en Sudán, y quien acaba de ser víctima de una asonada militar, igual como le ocurrió a su antecesor. Durante tres décadas se impuso con mano de hierro, saqueando la riqueza nacional, cometiendo crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, haciendo de Sudán un país empobrecido y miserable, en el que cuesta conseguir un poco de pan o un poco de agua. Con una junta militar encabezada por hombres demasiado cercanos a Al Bashir, es demasiado temprano para saber si ésta es una transición hacia una nueva forma de gobernar, o si, fiel a la política de El Gatopardo, sólo se trata de una tiranía que es sustituida por otra del mismo cuño, para que todo siga igual. El futuro de Sudán todavía es incierto, y no se puede celebrar una libertad que aún no llega; pero sí es alentador que, gracias a la presión del pueblo en la calle, haya un déspota menos.

Después de tantos crímenes e iniquidades, era obvio que Al Bashir no contaba con el afecto de un pueblo que llevaba más de cuatro meses protestando, y que quería acabar con la corrupción y la incompetencia. Pero lo decisivo fue la voluntad de los militares que, hasta ese momento, le habían sostenido. De nada le sirvieron los juramentos de lealtad de sus generales más cercanos, de su círculo del terror y de su guardia pretoriana, e incluso de su vicepresidente que, aunque sólo fuera por algunas horas, sustituyó a Omar Al Bashir, para luego también ser relevado del poder. Sin duda, ha tenido más suerte que otros tiranos, como Mussolini, Ceausescu o Gadafi; pero lo cierto es que su futuro no es nada prometedor, que se acabaron los banquetes en restaurantes caros, y que ya no podrá disfrutar de la inmensa fortuna que se robó.

De nada le sirvió el apoyo irrestricto de Rusia y de China que, con todos sus equipos militares altamente sofisticados, estaban relativamente cerca para defenderlo de la traición de sus propios anillos de seguridad. Rusia y China estaban advertidas de las protestas populares y del descontento social; sin la interferencia de ninguna otra potencia, tuvieron más de cuatro meses para actuar, y no lo hicieron. Es evidente que, a partir de ahora, tampoco se puede confiar tanto en el valor de la amistad o en la palabra empeñada por los rusos y los chinos.

Acusado de crímenes de guerra y de crímenes de lesa humanidad, responsable de la masacre de Darfur, y con una orden de detención de la Corte Penal Internacional, no sería extraño que termine con sus huesos en una cárcel de La Haya, ciertamente más confortable que las celdas inmundas en que él encerraba a sus adversarios políticos. Puede tener la certeza de que sus acusadores serán gente honorable, que no fabricarán pruebas ni presentarán testigos falsos. Será juzgado por jueces independientes e imparciales, y podrá disfrutar de todas las garantías de la defensa que no tuvieron los estudiantes, las dueñas de casa, o los dirigentes políticos encarcelados por protestar. Con seguridad, no será torturado o maltratado como él maltrataba a quienes tenían una visión distinta del país en el que querían vivir; pero que no le quepa ninguna duda que sus crímenes no quedarán impunes.

Todavía quedan muchos dictadores en el planeta, y será una ardua tarea acabar con todos ellos, sean del color que sean. Pero el mundo puede descansar más tranquilo, con la certeza de que ya hay uno menos. Los tiranos que quedan harían bien en no cerrar los ojos, y prestar mucha atención a sus generales más serviles, que son leales hasta que dejan de serlo. ¡En cualquier momento, salta la liebre!


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