Bastantes escritores han hecho saber en sus textos que las realidades se vuelven siempre inasibles, inatrapables; que no obstante los suficientes esfuerzos para explicarlas, son escurridizas, elusivas. Que las cosas del mundo real o imaginario no se dejan congelar en étimos, vocablos o conceptos porque los significantes, apenas intentan dar cuenta de pedazos existenciales. No dicen todo cuanto la idea encierra. Hay que dejar bastante para la inacabable imaginación.

Esta elogiable terquedad de lo tangible, de lo cotidiano, marca distancia, y se hace ajena a los purismos intelectualizantes: la aspiración para contener en palabras ideas y emociones. No siempre hay elogiables resultados.

El filósofo Bergson clamaba para que al escribir no congelara la vida, que apenas se zambullera en las existencias saliera a flote a bocetear lo imprescindible con algunas figuras literarias que no desnaturalizaran la esencia vital.

La realidad prefiere que quienes se aproximen con intención de aprehenderla en escritos, apelen a las insinuaciones descriptivas, a las metáforas, a las borrosidades para decir o callar.

Si de escribir la realidad se trata, también es admisible el uso de las metonimias, ese fenómeno de cambio semántico por el cual se designa una cosa o idea con el nombre de otra, sirviéndose de alguna relación semántica existente entre ambas.

Prestemos atención, por un instante a lo siguiente: hasta ahora, el cuento más corto de la literatura contiene apenas siete palabras: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Ese es el cuento, allí está dicho todo. Ni más ni menos. En estas siete palabras está contenido todo el discurso que su autor, el guatemalteco Augusto Monterroso, quiso expresar. Es un ardid valioso para concitar la lúdica en este género lingüístico.

Sí, todo el texto en apenas siete vocablos. ¡Increíble! Nace una constelación reflexiva para pensar y elucidar a partir de estas siete palabras.

Ese cuento siempre ha constituido una provocadora insinuación, tal vez una invitación, para ahondar nuestros pensamientos con sentido crítico y con carácter diacrónico.

Pero a pesar de su brevedad, no por ello resulta ser un cuento simple y sencillo; más bien, su cortedad exige un análisis concienzudo para determinar con certeza qué fue lo que nos quiso decir el cuentista.

Requerimos afinar el análisis, agudizar nuestra perspectiva a fin de develar las categorías filosóficas que sirven de estribaciones a Monterroso para la construcción de este fino texto; más aún, intentar pesquisar, en la medida de nuestras posibilidades, cuál es su eje argumentativo central.

Monterroso es uno de los máximos escritores hispanoamericanos y uno de los grandes maestros del relato corto de la época contemporánea.

Gabriel García Márquez, refiriéndose a la obra de Monterroso, escribió: “Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad”.

La expresa manifestación, plena de sentimientos y sobradas emociones, para encadenar rítmicamente las palabras, no es un hecho único que distingue a la poesía de la prosa.

Hasta mediados del siglo XIX constituía la mejor forma de diferenciar ambos usos del lenguaje.

En verdad, ha habido siempre prosas hermosas que contienen en el interior de su constitución sígnica un inmenso mar de poesía. O suficiente poesía que se puede vocear como prosa.

El cuento que aludimos de Monterroso se ha vuelto, a nuestro parecer, tan versátil que vale tanto como una hermosa poesía desplegada en prosa.


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