El vendedor se veía abrumado, como si hubiese estado sosteniendo los estantes que mostraban los vivos colores de las telas y acosaban el aire de la tienda con un olor penetrante. Resultaba evidente que no tenía la prontitud ni la soltura necesarias para bajar el corte, sostenerlo y colocarlo en el mesón y, con el golpe seco que daría un experto, voltearlo y ponerlo en situación de medir el tamaño de la pieza requerida.

Advirtió que lo mirábamos hacer y se excusó.

Habíamos entrado mi mujer y yo a comprar una tela para las cortinas y entendimos lo que ocurría. Este no es mi trabajo, dijo. Soy chileno, profesor de literatura, y es el trabajo que conseguí no más ayer. Formaba parte del numeroso grupo de exiliados que padeció la diáspora en tiempos de la dictadura de Augusto Pinochet.

En solidaridad con aquel desdichado profesor de literatura aventado en otra tierra, abrazado a los chilenos en el exilio y hermanado al agobiado país de Neruda, Huidobro y Rosamel del Valle, en cada aniversario de la caída de Allende proyectaba en la Cinemateca los documentales alemanes de Heynowski y Scheuman sobre la resistencia chilena.

En diciembre, junto al árbol de Navidad del Paseo de Las Mercedes, un chileno de cierta edad agradeciendo mis gestos de solidaridad y dándome la mano, dijo, conmovido: ¡Algún día tomaremos una copa de vino en un oscuro bar de Santiago! Hoy la diáspora es venezolana y nos cubre de desaliento, pero terminará algún día y regresaremos. Unos, tal vez, permanecerán en el país que los acogió. De seguro habrán formado familia, tendrán un trabajo digno y bien remunerado, pero con todos ellos el país venezolano volverá a ser y seguirá creciendo. Somos el resultado de la diáspora que conocieron españoles, italianos y portugueses que llegaron a nuestras costas en los años cincuenta del siglo pasado y, mucho antes que ellos, los conquistadores, colonizadores y aventureros de cualquier estirpe que contribuyeron a que Tiuna y Tamanaco comenzaran a dejar las flechas, aprendieran el castellano y se dispusieran a formar el país que somos.

La diáspora de la hora bolivariana terminará fortaleciendo al país con los aportes de las nuevas culturas, gestos, costumbres y tradiciones que llegarán en las alforjas de los que retornarán enriquecidos, a su vez, por nuevos idiomas y sorprendentes perspectivas para asomarse al mundo.

Los venezolanos que lograron escapar de la tiranía de Juan Vicente Gómez o de Marcos Pérez Jiménez formaron un diáspora trágica en el primer caso; muchas veces voluntaria en el segundo. Yo mismo, por decisión personal, fui a París y fueron muchos los jóvenes universitarios que marcharon al extranjero, pero la diferencia con diáspora actual es que no escapábamos de ningún genocidio, no huíamos del hambre porque no conocíamos circunstancias tan extremas. Solo entendíamos que la marca del horizonte se estaba resquebrajando, asistíamos a una catástrofe política que hoy no resiste ninguna comparación con el desastre bolivariano. Establecer una diferencia entre exiliados, refugiados e inmigrantes vinculados todos a un sistema político que no les permite continuar viviendo en el país por falta de oportunidades o por persecución política es una tarea que tienen que acometer las cancillerías de otras naciones. Se calcula en 2 millones los venezolanos que han buscado refugio fuera del país, y la cifra tiende a aumentar dolorosamente. No es que se haya quebrado el horizonte, es que simplemente dejó de estar. Por eso, todo el país pareciera andar sin rumbo, sin saber qué hacer o cómo hacer. El régimen es incapaz de concebir una idea, un proyecto para aliviar el desamparo y el rencor que nos está devorando.

Me persigue la patética imagen y la inconfortable situación en que se encontraba aquel profesor chileno abrumado por un corte de tela que nunca llegaron a conocer o a evocar Pablo Neruda o Gonzalo Rojas en los memorables poemas que hicieron de ellos seres universales.


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