Diáspora equivale a la dispersión de un pueblo o comunidad por diversos lugares del mundo manteniendo un concepto de pertenencia común entre las personas involucradas. Tal es el caso de los judíos a partir de la destrucción del Segundo Templo (Jerusalén año 70 d.C.) como el de muchos otros pueblos antes y después de aquella fecha. Hoy –por insólito que parezca– el concepto de diáspora es aplicable al pueblo venezolano que en muy pocos años ha visto emigrar alrededor de 10% de sus integrantes, empujados casi todos ellos por el brutal deterioro de la situación económica, social y política de nuestro país que viene causando estragos en el frente interno y dificultades de distinto grado en las naciones de acogida. Ello jamás se había vivido en nuestra historia, caracterizada por la natural inclinación del venezolano de permanecer en su país y por la genuina tolerancia al arribo de contingentes humanos de distintas procedencias, condiciones y características que fueron llegando a la “tierra de gracia” para modelarnos en el crisol que hoy somos.

La realidad del mundo determina que los que ayer abrían las puertas con generosidad (siendo este mismo columnista beneficiario de ello) hoy somos testigos  o protagonistas de episodios buenos y también malos que nos  afectan.

Vemos con gratitud la solidaridad de los pueblos hermanos de la región suramericana y sus gobiernos  (excepto Trinidad) con los centenares de miles de venezolanos que en un continuo desangre cruzan en masa nuestras fronteras rumbo a destinos muchas veces inciertos. Recibimos noticias de la generosidad de la gente de Cúcuta, Boa Vista, Quito, Lima, Santiago o Buenos Aires, que día a día precisan estirar sus ya limitados recursos para dar acogida a nuestros compatriotas. También leemos y nos informamos de reacciones malas y egoístas de minorías que reaccionan con actitudes de xenofobia, a veces sangrientas. Nos desilusionamos y ofendemos cuando ciudadanos de países que históricamente han dirigido a sus desposeídos hacia Venezuela hoy se refieren a nuestros exiliados como “sudacas”, “ilegales” u otros calificativos duros de tragar para quienes llevamos en el corazón los valores que adquirimos en nuestra tierra de origen, siempre generosa y tolerante. Es verdad también que mezclados en el rebaño de emigrantes se colaron  algunas ovejas malas cuyas acciones avergüenzan a nuestro colectivo y –peor aun– generan reacciones adversas que pueden teñir de desprestigio a nuestra diáspora. En 3 millones o más de venezolanos emigrados sin duda habrá algunos delincuentes, timadores y mala gente. También hay miles y miles de doctores, técnicos, profesionales, artistas, artesanos, trabajadores honestos y esforzados en busca del humano derecho a una vida mejor. Algunos aspirarán a regresar cuando las circunstancias lo ameriten; otros –tal vez la mayoría– se integrarán a sus lugares de acogida y les será difícil afrontar un nuevo comienzo. Piense usted, lector, no solo en el desangramiento emocional que todo esto significa, sino en la gigantesca inversión de recursos económicos (públicos y privados) venezolanos que hoy vienen a ser aprovechados por quienes no gastaron nada en su formación. Pensemos juntos en quién va a tripular la gerencia necesaria para dar arranque a la recuperación cuando los más capacitados se han ido.

Mientras tanto, en algunas partes del mundo la diáspora venezolana ha llegado a números suficientemente significativos como para que su presencia ya haya introducido costumbres que antes eran desconocidas en otras latitudes. Areperas,  hallacas, piñatas, clubes, festivales artísticos, ventas callejeras y demás venezolanidades que resultan de la necesidad de procurar y proveer sustento a las familias involucradas. Hasta incursiones en la política por parte de compatriotas ya han ocurrido, incluyendo la elección popular de un alcalde en la ciudad de Doral (Florida), algún miembro de la dirección del Partido Demócrata y algún asesor en la Casa Blanca, etc. Suponemos que en otras latitudes acontezca algo similar.

Justamente en Miami, donde la concentración de venezolanos en el sur de Florida se estima excede los 200.000, constituyéndose en la de mayor número seguida por Madrid, se están experimentando fenómenos buenos y malos propios de la situación.

Lo bueno es que existen ya dos canales de televisión, propiedad de connacionales, totalmente orientados a nuestra comunidad  (EVTV y TV Venezuela), existe un periódico, hay campañas de acopio de medicinas para enviar al país, se bautizan libros, se presentan artistas, el 7 de septiembre jugará la Vinotinto contra Colombia, etc. Lo malo es que en general la gente está demasiado ocupada en sus prioridades de subsistencia como para pensar en cosas de mayor aliento. Por ejemplo, en la protesta  de Miami frente al inmueble donde existió el Consulado, el día de las elecciones del 20-M, solo se congregaron alrededor de 200 personas; un año antes, el día del firmazo del 16-J, se habían conseguido casi 120.000 firmas solo en el área de Miami.

Otro pasivo –en nuestra opinión– es que entre quienes permanece la inquietud política, las tendencias partidistas y la radicalización de posiciones reproduce la profundización de rivalidades igual que dentro de Venezuela, lo cual, en el exilio, no debería ocurrir y sería deseable buscar coincidencias.

Afortunadamente, una recientísima y oportuna iniciativa de un grupo denominado Veneamerica logró convocar hace apenas un par de semanas a un importante grupo de venezolanos que se vienen destacando en sus esferas de acción con el objeto de reflexionar y llegar a algún consenso acerca de cuáles acciones emprender para poder organizar una fuerza tan numerosa como calificada a fin de incrementar la solidaridad, canalizar ayudas y esfuerzos, cultivar valores tradicionales y demás acciones tan deseables como necesarias. El esfuerzo parece serio. Bueno fuera que otras comunidades numerosas imitaran el ejemplo y que la cosa no se quede en el puro diagnóstico, como suele ser el caso vernáculo.


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