Siempre hubo venezolanos por el mundo, comenzando por el Libertador Simón Bolívar, Andrés Bello, entre tantos de una galería de escritores, científicos, deportistas, perseguidos políticos, quienes durante más de dos siglos han difundido nuestro gentilicio por doquier, destacando una presencia cuya magnitud resalta hoy en modo de tragedia, inigualado por cualquier nacionalidad en el continente americano.

Quizás pudiera hablarse de un antecedente más próximo, la repartición a nivel universal a mediados de la década de los setenta del siglo pasado de decenas de miles de jóvenes, en el marco del programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho y de numerosas universidades públicas, quienes disfrutaron becas que reflejaban el bienestar y la solidez de una economía, de una Venezuela calificada para la época como saudita, donde se recibía sin discriminación alguna a inmigrantes del mundo entero.

Lo cierto del caso es que alrededor de 30.000 estudiantes de pregrado y posgrado se impregnaron de conocimientos y de intercambio con las realidades políticas y sociales de Europa, América Latina, América del Norte, destacando para nuestro interés la situación de los refugiados provenientes de los países del Cono Sur, masacrados por dictaduras que determinaron la huida de miles de ellos, buscando alivio a su desgracia. Quienes los conocimos en esa época pensamos si alguna vez ese ciclo desolador de los pueblos latinoamericanos llegaría también a nuestros parajes.

Y vaya con las ironías de la historia nos haya correspondido sufrirlo hoy en carne propia, con la diáspora de más de 3.000.000 de compatriotas, algunos investigadores hablan hasta de 4.000.000, huyendo del colapso de una nación a nivel de implorar ayuda humanitaria para la subsistencia, a tal extremo que el horror descrito por aquellos refugiados victimas de regímenes gorilas se quedaron reducidos a la mínima expresión, ante la magnitud del apocalipsis que ha determinado la huida por cualquier medio, aéreo, terrestre, acuático, para sobrevivir al espanto del Silbón de la sabana, en el que ha convertido la dictadura gobernante a nuestro país.

Cuando queremos describir el éxodo venezolano visualizamos la marcha de millones de sirios y africanos por las autopistas de Alemania, las embarcaciones náufragas en el mar Mediterráneo, para poder comprender a los miles de jóvenes que se atreven a cruzar a pie la cordillera andina con temperaturas bajo cero; o aquellos que se aventuran  por la frontera amazónica vía Manaos, Boavista, a destinos inciertos; o quienes abordan peñeros en las costas de Falcón para desembarcar en las islas holandesas, encontrando la muerte desgraciadamente algunos de ellos.

Una periodista chilena comentaba sobre nuestros paisanos: “Los venezolanos se reúnen los fines de semana, festejan, escuchan su música, una generación joven, alegre, que no ha perdido la gracia, y al mismo tiempo su amor por el trabajo, son el signo de una juventud laboriosa que regresará a su país con dignidad”.

La calificamos como la fuerza necesaria para reconstruir a un país descuartizado, que no impide el sinsabor que vive hoy cada hogar con la ausencia, en nuestro caso de tres hijos, cuatro nietos y el entorno familiar, es un saldo difícil de soportar, cuyo significado más próximo es “la saudade” como dicen los brasileños, o la nostalgia como decimos acá, quienes añoramos ver crecer la familia como la vivieron ayer nuestros padres.

Por tanto, el peso de la comunidad internacional es fundamental en la solidaridad con esta diáspora que huye del totalitarismo, que no merece el repudio, la discriminación ni el desprecio, como ha sido tratada en algunos países hermanos y allende los mares, a quienes recibimos acá sin distinción alguna cuando sus naciones atravesaban una condición miserable de existencia y en estas tierras pudieron reconstruir sus vidas.


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