Dejó dicho Joseph Brodsky en una de sus inigualables conferencias que “si la vida de un escritor en el exilio hubiera de adscribirse a un determinado género literario, este debería ser el de la tragicomedia”.

Hablaba teniendo en mente a exiliados de lo que en la antigüedad de la civilización soviética fueron los países satélites del este de Europa. “Gracias a su vida anterior –dice el poeta– aquel tipo de escritor exiliado puede apreciar las ventajas sociales y materiales de la democracia con mucha más intensidad que los nativos. Pero precisamente por no ser nativo, y debido a la barrera lingüística, se ve totalmente incapaz de desempeñar ningún papel relevante en su nueva sociedad. La democracia a la que ha llegado le proporciona seguridad física, pero lo hace socialmente insignificante. Y esta insignificancia es lo que ningún escritor, exiliado o no, puede soportar”.

Brodsky diserta, obviamente, en torno al exilio en los países desarrollados de Occidente. Sin embargo, en buena parte de los hallazgos que el autor de La marca de agua comparte con sus escuchas y lectores, puede un escribidor venezolano con regular promedio de bateo como yo, desterrado para su buena suerte en un país de habla hispana, reconocer que sus días llegan y se van señalados casi todos por la tragicomedia. Mi vida en Bogotá discurre en torno a una de las bibliotecas más chéveres que he conocido: la Biblioteca Luis Ángel Arango, en la calle 80. Es allí donde he hallado un libro cuya lectura me recomendó hace tiempo Renán Silva, un distinguido historiador colombiano. Se trata de Diálogos entre refugiados.

Un físico y un obrero metalúrgico alemanes, exiliados ambos en Finlandia en 1940, coinciden en un café, siempre casualmente. Y cuando lo hacen, hablan de la Alemania nazi que los forzó al destierro. Es un libro digresivo, un texto de indagación menos personal que nacional, una suma de diálogos entre perplejos. Aunque la circunstancia y los asuntos que abordan puedan parecernos lejanos y hasta abstrusos a los venezolanos de la era Chávez, encuentro muy familiar el modo desahogadamente despiadado con que estos dos refugiados en Helsinki, cada uno desde su particular visión del mundo, juzgan criminalmente torpe el desempeño de la oposición alemana a Hitler (la hubo), reparten culpas que explican el ascenso del nazismo y, consumido el café, se despiden hasta el próximo encuentro fortuito.

Se me antoja, sin embargo, que lo que el lector pueda hallar de conmovedor en estos diálogos no es la lancinante penetración del obrero ni los sugestivos matices que introduce el científico positivo al analizar a dos voces el momento histórico y político de la patria común, sino la compartida irrisión de sí mismos, la desengañada sabiduría con que, varados en un limbo, se burlan de lo que fueron antes de ser arrojados al destierro, y de las creencias que fervientemente los animaban cuando cada quien era jefe de sindicato o de cátedra en Alemania.

Con lo que torno a pensar en la ofuscadora insignificancia de que habla Brodsky. En los amigos sureños, escritores o no, que hice en la Caracas de su exilio, en los años setenta. Pienso en sus asados y sus empanadas, en el equipaje de rencores y rivalidades que acompañaba a tantos de ellos, en sus pueriles y enconadas disputas, ininteligibles para sus amigos venezolanos, los felices de aquella tragicomedia. Temo que, tras el irresistible y definitivo afianzamiento de la dictadura que seguirá al fraude electoral que ya se anuncia en mi país, caiga sobre los demócratas, dentro y fuera de Venezuela, la esterilizante discordia cainita que es el mejor aliado de las tiranías.

Confiemos, con Machado, en que no será verdad nada de lo que sabemos.


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