Oscar Pérez fue asesinado luego de compartir, con millones de venezolanos y en tiempo real, su decisión de rendirse ante los esbirros de Nicolás Maduro que disparaban ferozmente sobre él y sus compañeros con aplastante superioridad de medios. Los ominosos circunloquios de los primeros comunicados de la dictadura hacían ya presumir lo que ya sabemos: Pérez ha podido correr la peor de las suertes: ser acribillado, ya rendido y cautivo.

A esa certidumbre conducen los videos que frenéticamente subió Pérez a las redes sociales, acaso solo minutos antes de ser muerto. Ellos lo muestran ensangrentado, sobrepasado por el fuego inmisericorde de sus asesinos, reclamando la presencia de fiscales del Ministerio Público ante quienes entregarse.

En esas imágenes, la voz de Pérez debe imponerse al tableteo de las armas enemigas y al estrépito de una casa viniéndose abajo, impactada por granadas autopropulsadas. Otros vídeos captan, inequívocamente y desde diversos ángulos, la superioridad numérica y los muchos recursos de guerra desplegados contra Pérez y sus hombres.

Todo indica, pues, que el ex piloto policial y su comando de irregulares, atrincherados en una casa vacacional del extrarradio caraqueño, pudieron ser objeto de un engaño tan cruel como innecesario: al parecer, se les hizo creer que una negociación de la entrega estaba ya en curso, solo para permitir que hombres armados con lanzagranadas tomasen cuidadosamente posiciones que asegurasen el exterminio.

Esto de ganar tiempo “negociando” para, al cabo, aniquilar con mayor desahogo, eficacia y vesania toda resistencia es ya marca de fábrica del régimen de Nicolás Maduro.

La masacre de El Junquito, como ya comienza a llamársele, tuvo lugar mientras Maduro presentaba una falaz memoria y cuenta presidencial del año 2017 ante su fraudulenta y plenipotenciaria asamblea constituyente. En su discurso, Maduro alardeó de inverosímiles logros económicos y auguró a los famélicos venezolanos, víctimas de la corrupción e improvidencia de un Estado fallido y delincuente, una era de dicha y prosperidad colectivas.

Pero las palabras que Maduro dedicó al caso Pérez no permitían dudar de cuál podría ser el desenlace del operativo que se estaba desarrollando en esos momentos.

Para acrecentar el agobio, el horror y la desesperanza, estas muertes, que se suman al más de un centenar que el año pasado causó la dictadura, han ocurrido durante el receso de los vergonzosos diálogos de Santo Domingo.

Allí, una desacreditada dirigencia opositora gesticula parsimoniosamente, junto con los más despiadados y cínicos caimacanes del régimen chavista, el acuerdo de una improbable ruta hacia elecciones libres y transparentes.

Los voceros de la MUD quizá agradecieron en secreto el respiro que la atención mediática, centrada ahora en la matanza de El Junquito, concedería por unos días a su perseverancia en negociar un modus vivendi con una dictadura asesina.

Eso explicaría el cauto silencio que la MUD prolongó todo cuanto pudo ante el asesinato de Pérez. Su prioridad era vindicar la justeza de su misión en Santo Domingo, no hacerle olas al dictador.

Pero la insidiosa acusación que hace la dictadura de que la MUD colaboró en la localización y muerte de Pérez, con rayar en lo demencial, debería obligar a los fundamentalistas del voto a revisar su estrategia de diálogo, diálogo y más diálogo. Debería, pero en la Venezuela de hoy eso es solo un decir.

Óscar Pérez no fue un guerrillero del Twitter. Encarnó, es verdad, una narcisista y anacrónica figuración del voluntarismo militarista, tan favorecido por los elementos más retrógrados de nuestra sociedad. Sus ideas, expresadas en más de una entrevista, eran de una desconcertante parvedad antipolítica.

Su muerte, sin embargo, reclama la condena de todos los demócratas de nuestra América.


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