Al llegar a Copenhague, lo primero que se quiere conocer es el llamado Puerto Nuevo. Allí vemos hermosas casas, muy pintorescas, que se encuentran a cada lado del canal. Caminar la ciudad es delicioso y, obviamente, hay que recorrer los distintos rincones donde el gran escritor Hans Christian Andersen creó sus fabulosos cuentos de hadas.

La llamada ruta temática de Andersen nos lleva a fotografiarnos con la Sirenita; nos detenemos en la zona de Nyhavn, donde Andersen pasó muchos años escribiendo sus maravillosas narraciones; luego, nos alejamos de Copenhague y llegamos a Odense, isla de Fionia, sitio donde nació y vivió sus primeros años.

He dedicado algún artículo a sus cuentos, pero hoy quiero referirme al titulado El diablo y sus añicos. 

Un día, el diablo, que se hacía pasar por duende, malo, malísimo, ideó un espejo, cuya peculiaridad estribaba en que todo lo bello lo hacía ver espantoso; mientras que lo feo, lo malo, lo aborrecible, se veía pletórico de belleza. Encima, el duende era profesor y enseñaba a sus alumnos que el espejo era milagroso, porque gracias a él lograban conocer cómo en realidad era el mundo y la humanidad.

El diablo llevó el espejo a toda la Tierra y, no contento con ello, decidió que era indispensable burlarse de los ángeles. Así que quiso llevarlo al Cielo ayudado por sus alumnos diablos. Pero, cuanto más se acercaban al cielo, el espejo se iba agrandando hasta que se salió de las manos de los diablos y se rompió en millones de trozos. ¡La tragedia fue peor todavía! Cada pedacito era minúsculo, al ser diseminado por todo el mundo, podía caerle en el ojo a alguna persona, con la consecuencia inmediata que dicha persona vería todo distorsionado.

Cada minúsculo pedacito de espejo conservaba las propiedades diabólicas del espejo entero. Todo se agravaba, si ese pequeñísimo corpúsculo se alojaba en el corazón de un ser humano, pues le helaba el corazón. Muchos, al recoger pequeños trozos, los usaron para hacer lentes y eso fue realmente la peor de las catástrofes, aquel que usaba esos lentes veía todo al revés, nada era alegre, nada era agradable; por lo tanto, era imposible ser feliz. Mientras tanto, ¿qué hacía el diablo? ¡Reía a mandíbula batiente! Finaliza el cuento con esta frase: “Se reía tan a gusto que su gordo vientre se agitaba y se cansaba de felicitar a sus alumnos”.

Mutatis mutandis, un día apareció un diablo, disfrazado de duende, en un país tropical, y con muchos espejitos revolucionarios convenció a unos alumnos del poder clarividente de esos espejitos que, por cierto, se diseminaron a lo largo de todo un subcontinente. Empezaron a ver que la riqueza era producto de malversación; que la cultura era oscurantismo; que la educación era lavado de cerebro; que los buenos modales eran hipocresía y lograron que hasta los principales duendecillos de algunos subespacios vecinos aceptaron los poderes mágicos del espejo. Eso sí, cuando ellos se veían en él, la imagen devuelta era la de héroes, salvadores, dioses venidos a la Tierra a salvar a la humanidad.

Pero, ¡hete aquí que de repente, muchos de los que no habían sido afectados por las briznas del espejo demoníaco comenzaron a ver adecuadamente la realidad! El despertar ha sido brusco, ha provocado sobresaltos, ha dolido el alma. Algunos de los que no fueron víctimas de la visión distorsionada se vieron golpeados inmisericordemente, se elevaron a otros planos, volaron a otras latitudes.

Andersen fallece en 1875 y lo mágico de su cuento es que, 143 años después, su diablo, disfrazado de duende, empieza a ver que los añicos del espejo han ido perdiendo su poder demoníaco; más bien, quienes sufrieron de una visión retorcida han comenzado a distinguir el trigo de la cizaña.

Y, como en la parábola de la mala hierba y el trigo (Mateo 13:24-52), recordemos que: El trigo y la cizaña se parecen mucho, y a lo mejor ustedes van y arrancan el trigo junto con la cizaña. Mejor dejen que las dos plantas crezcan juntas. Cuando llegue el tiempo de la cosecha, podremos distinguir cuál es el trigo y cuál es la cizaña. Entonces enviaré a los trabajadores para que arranquen primero la cizaña, la amontonen y la quemen. Luego recogerán el trigo y lo llevarán a mi granero.


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