Es evidente que la deuda externa de Venezuela, contraída en el siglo XXI, es impagable. Hasta ahora se ha pagado porque los chinos arriman el hombro, con dólares a precio de usura y a cambio de más y más hipotecas de los recursos naturales del país, comenzando por los yacimientos petroleros y auríferos. Y también el «Estado nacional» (si es que se puede llamar así) ha pagado los intereses de la colosal deuda, de los más elevados del planeta, porque una porción significativa de los tenedores de esa deuda, es decir, de sus beneficiarios, son los jerarcas de la boliplutocracia. En pocas palabras: se han pagado y dado el vuelto.

¿A cuánto asciende la deuda externa de Venezuela? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Pero el piso parece estar en 150.000 millones de dólares. ¿Y el techo? Parece que no hay… Dos cosas, al menos, hay que señalar al respecto. La deuda externa de Venezuela a finales del siglo XX se situaba en la vecindad de 20.000 millones de dólares. Ha crecido de manera avasallante, justo en el período de la más caudalosa y prolongada bonanza petrolera de nuestra historia. La segunda es que esa gigantesca deuda fue completamente inútil en términos del desarrollo nacional. Eso lo demuestra la economía en ruinas y la catástrofe humanitaria en términos sociales.

El impago o default de la deuda sería para Venezuela mucho más gravoso que para otros países, porque todas las exportaciones son estatales, o sea embargables, y los cuantiosos activos del sector público en el exterior –todos adquiridos con anterioridad a la hegemonía roja– también son embargables. En estos días, el señor Maduro al anunciar que está pagando 2.000 millones de dólares en intereses, proclamaba ufano: “Independencia o nada”. En verdad, ya estamos en la nada, por lo que procede es luchar, de nuevo, por la independencia. Lo cual supone, de manera inexorable, la superación del régimen despótico, depredador, envilecido y corrupto que está destruyendo a Venezuela hasta sus propios cimientos.

Según expertos financieros, el Estado en sentido amplio, incluyendo Pdvsa, tiene obligaciones externas que montan a 50.000 millones de dólares para los próximos 3 años. Eso no es surrealista sino hiperrealista. Para atender esos compromisos y darle algún impulso favorable a la economía, se necesitarían, según los mismos expertos, no menos de 100.000 millones de dólares. En el desgobierno de Maduro no confía nadie en el mundo, y los mandamases de la República Popular China, con todo y su poderío, deben rendir cuentas al Partido Comunista, que si de algo sabe es de finanzas públicas, sobre todo internacionales. Encima, las sanciones ya establecidas por Estados Unidos estrechan aún más el ya estrecho margen de maniobra de Maduro y sus patronos cubanos.

Por si todo esto fuera poco, Maduro proclama que decretará la reestructuración de la deuda externa, conforme a los intereses del pueblo venezolano. Otra vez dos cosas: la reestructuración de la deuda externa no se decreta o impone, sino que se negocia, precisamente, con los acreedores. Y el jefe de la supuesta comisión correspondiente para ejecutar el referido “decreto” es un personaje que adolece de cero credibilidad en cualquier mercado financiero lícito. La segunda, es que el haber contraído esa deuda colosal, el haberla malbaratado o embolsillado, es uno de los crímenes más notorios que la hegemonía ha perpetrado en contra de los intereses del pueblo venezolano.

La deuda roja es otro factor que asfixia a la nación venezolana y que la empuja por el barranco de un asolamiento, acaso irreparable. Y el pago de esa deuda se hace exprimiendo las condiciones de vida de la abrumadora mayoría de los venezolanos. Más que una deuda roja, por tanto, es una deuda sangrienta.

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