La feligresía de la izquierda, a veces y muy de vez en cuando, inspira cierto grado de compasión. Uno ve la emoción con la cual desgranan sus argumentos y se pregunta si será real tanto candor, uno escucha las más peregrinas elucubraciones y piensa si será que uno es un cínico desahuciado que ha perdido la fe en su prójimo. Y son actitudes que recorren transversalmente a todos ellos. Lo mismo los dice el «doctor» –¿quizás en ciencias ocultas?– desde su catedra universitaria, que los desgrana el humilde obrero desde su cochambrosa sede sindical.  

Debe reconocerse el tesón y disciplina con que estos seres se han entregado, y perseveran en ello, a la divulgación, defensa y propagación de las virtudes de su credo social. Alaban con entusiasmo y en una lata vieja de leche prenden unos carbones a los que echan estoraque, mirra e incienso para adorar su mojiganga. A veces pasan sus malos ratos para mantener sus labores defensivas, pero ello no es óbice para que abandonen su idolatría. Dichas ocasiones no son de nuevo cuño, y el mundo fue testigo de las maromas retóricas  en las que se embarcaron luego del 23 de agosto de 1939 cuando Stalin firmó junto con Hitler su célebre pacto de no agresión. Casi que lo mismo cuando uno los vio hasta la década pasada rompiendo lanzas por el innombrable hijo de Sabaneta, ahora comandante eterno por obra y gracia del cáncer.

Otras demostraciones del diestro contorsionismo de esa izquierda cucarachoide –puesto que son capaces de sobrevivir a cualquier evento o fumigación– han brotado como la verdolaga al bramar contra «el maligno imperialismo que atenta contra la autodeterminación del heroico pueblo venezolano». Perdonen, pero no me queda más que escribir: ¡No me jodan! La rastrera defensa de Maduro y su cohorte de hampones solo atino a compararla con la carta que el 29 de diciembre de 1511 le dirigiera Martín Fernández de Angulo, obispo de Córdoba, a Fernando V de Castilla y II de Aragón, también llamado el Rey Católico, en la que escribió: «…quyera vuestra alteza tomar consejo en cosa que vuestro çapato sabe mas que el restante de los letrados de vuestros reinos».  ¡Es que ni Román Chalbaud!

Es paradójico ver a todos los que ensalzan y glorifican con sus mejores habilidades los desastres rojos, como disfrutaron, y disfrutan, de las mieles del capitalismo. Van a París a hacerse radicales revoltosos, que luego con fogoso empeño erradican las huellas del colonialismo que bañó de sangre aborigen el continente americano. ¿No fue ese tu argumento Roland Denis Boulton, para echar abajo la estatua de Colón en Plaza Venezuela? Y como el citado prócer rojo hay un verdadero aluvión de quienes fueron los niños mimados de la prensa capitalista. No hubo obra de teatro, premio literario, performance, largos y cortometrajes, bautizo, exposición y cuanta cosa se les ocurriera a sus mentes calenturientas que no fueran reseñadas con generosidad por todos los medios, los mismos que ahora han sido comprados, bloqueados, censurados y clausurados por la plaga roja venecubana.

¿Qué nos queda? Seguir creyendo en la libertad, dejarnos de sentimentalismos bobalicones y olvidarnos de esa compasión que mencioné en el comienzo, y hacer lo imposible para que la tolerancia no nos abandone, porque el día que rescatemos el país, los volveremos a ver con aires contritos de sacristanes acalorados exigiendo «su cuota de representación en la conducción de los destinos de la patria».  Es que siquiera tuvieran un poquito de vergüenza…

© Alfredo Cedeño

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