En el derecho ateniense, después de que el acusado ya había sido condenado, el jurado tenía que elegir entre la pena solicitada por los acusadores y la pena propuesta por la defensa. Por eso, luego de su condena por “corromper a la juventud” y volverla en contra de la democracia, Sócrates tuvo la posibilidad de proponer su destierro o, incluso, una multa razonable que habrían pagado sus amigos; si Sócrates hubiera hecho uso de ese derecho, muy probablemente, cualquiera de estas penas habría sido aceptada por el jurado. Que quede claro que, en la antigua Atenas, el exilio no era el producto del capricho de un autócrata, sino el justo castigo por la comisión de un delito, después de que, en un proceso legal, se había demostrado la culpabilidad del acusado. 2.500 años después, en Venezuela el destierro o el exilio es, simplemente, la consecuencia del ejercicio arbitrario del poder público.

En el caso de Lorent Gómez Saleh, después de cuatro años encarcelado, sin un juicio previo en el que se hubiera demostrado su participación en la comisión de algún delito, este fue llevado desde la cárcel al aeropuerto, para cumplir la pena de destierro dispuesta por el régimen. Puede que algunos, en Venezuela o en el exterior, vean este acto como un gesto magnánimo de Maduro, luego de la muerte de Fernando Albán; otros considerarán que este es el paso previo al comienzo de una nueva etapa de “diálogo”, o el precio a pagar para que el gobierno español proponga a la Unión Europea levantar las sanciones impuestas a un grupo de corruptos y criminales. Pero lo cierto es que se trata de una pena sin fecha de término, que no le ha sido impuesta por ningún tribunal, y que no corresponde a ningún delito por el que Gómez Saleh haya sido encontrado culpable.

Para Maduro y sus prosélitos, poco importa que, según la Constitución vigente, “ningún acto del poder público podrá establecer la pena de extrañamiento del territorio nacional contra venezolanos o venezolanas”. Nunca una tiranía se ha detenido en detalles como ese, y no iba a ser esta la primera en hacerlo.

Esta no es una práctica represiva nueva en el repertorio del régimen; Lorent Gómez Saleh no es el primer opositor en ser expulsado del país. Además de los venezolanos que han sufrido una pena similar, están todos aquellos que se han visto forzados a abandonar el país para no ser víctimas de la prisión arbitraria, la tortura o los tratos crueles, inhumanos o degradantes. Para muestra, allí están los casos de Allan Brewer Carías, Carlos Tablante, Carlos Genatios, Miguel Henrique Otero, Nelson Mezerhane, y una larga lista de luchadores anónimos por la libertad de Venezuela, que aman a su patria tanto como el que más, y que han debido buscar refugio en otras tierras. No ha importado que todos ellos hayan defendido la democracia y la libertad de expresión, que Tablante haya denunciado documentadamente la corrupción, o que Mezerhane haya sido víctima de la más descarada manipulación política de la justicia por parte de Chávez y de un fiscal general de la República inescrupuloso.

En teoría, los 3 millones de venezolanos que se han ido al exilio para huir de la debacle económica en que nos ha sumido el chavismo, lo han hecho “voluntariamente”. Otros no han tenido la misma suerte, y han tenido que optar entre la muerte en extrañas circunstancias, la tortura o el destierro. Mientras tanto, aquí, en el país de los pranes, quedan los millones de venezolanos condenados al exilio interior, víctimas de la persecución y la discriminación política, la negación de todos sus derechos, el desempleo, la inexistencia de servicios médicos, el abandono y la miseria. El exilio nunca es una experiencia placentera; pero no es peor que el exilio interior al que hoy están condenados los venezolanos.


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