Después de mi hogar, donde mis padres, Alfredo y Mercedes, junto a mi abuela Elvira, me enseñaron a leer, contar y escribir, y también me inocularon valores, el Instituto Técnico Jesús Obrero ocupa el primer lugar de mis centros de enseñanza. Allí tuve a gente como Severiano Bidegain, el hermano Korta, Javier Duplá, Rodolfo Rico, Leonardo Carvajal, Jesús María Azkargorta y Antonio Pérez Esclarín, entre muchísimos otros. Al último de ellos, pocos les llamábamos por su nombre de pila, todos le decíamos «Pechín».

En ese colegio las actividades físicas iban de la mano con la exigente formación académica. Uno de los más emblemáticos era el CENH –Centro Excursionista Nuevos Horizontes– que cada fin de semana organizaba jornadas al cerro Ávila. En vacaciones eran jornadas a Guatopo o a Caruao o a cualquier punto de la geografía nacional, como ir a escalar el pico Bolívar, por ejemplo. Uno de los destinos favoritos era una vieja casona colonial que la Compañía de Jesús manejaba en las afueras de Caruao. Los paseos al Pozo del Cura, a pocos metros de esa casa, eran una suerte de sueño recurrente a quienes participábamos de ese club colegial.

Fue así como en los carnavales de 1970, si no me falla la memoria, el infatigable Pechín organizó una salida hacia Caruao. Lo acostumbrado era que un autobús del colegio nos transportara hasta Los Caracas y desde allí el grupo emprendiera una caminata de treinta kilómetros por la carretera de tierra que llevaba a los pueblos de la costa, en el litoral central, hasta llegar a «la casa de los curas». Sin embargo, el cura Pérez decidió que eso era lo que hacía todo el mundo y que debíamos hacer algo diferente: ir a pie desde Caracas hasta Caruao atravesando el Ávila.

Todos aprobamos el plan que inicialmente era subir por el Camino de los Españoles por La Pastora y luego desde Maiquetía seguir por las calles hasta nuestro destino. Pero, justo al momento de salir, el hermano Korta aseguró que había un camino desde el pico Naiguatá hasta la población homónima y lo mejor era usar esa vía. Y aprobamos el cambio. Subimos en cuatro horas al pico y comenzamos a bajar. No existía el fulano camino y terminamos perdidos en la cara norte de la montaña… Pechín y ocho estudiantes.

Nadie sabía de nuestro extravío, en Caruao pensaban que habíamos abandonado a mitad de jornada, en Caracas creían que habíamos llegado. Fueron tres días terribles y hermosos. Veíamos el mar por momentos y nos dirigíamos allá, cada vez bajábamos más y sabíamos que eran cuestas imposibles de remontar, tampoco teníamos nada de comida. Cuando encontramos una casa campesina abandonada vimos el cielo. Y salimos a Tanaguarena.

Ahora que vivimos este extravío vital, donde payasos aparecen como candidatos, los vecinos se comen a los gatos y los perros, los ancianos y los niños mueren de hambre, rememoro aquellos días en el Ávila y sé que el mar está abajo, hay que seguir porque hay caminos que no podremos volver a pisar.

© Alfredo Cedeño

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