Desde hace semanas no se habla de otra cosa que no sea primero el tema de la encargaduría de Guaidó y ahora el asunto del ingreso de la ayuda humanitaria con los distintos escenarios en que tal evento pueda ocurrir.

Se ha aprobado ya por la Asamblea Nacional una ley que promueve la protección y recuperación de activos de la República con vista a su restitución a las arcas del Estado y/o las víctimas de las expoliaciones. En esta misma semana se han designado juntas administradoras para Pdvsa en su casa matriz y Citgo que opera en Estados Unidos y se ha anunciado que la representación venezolana en Washington (reconocida en la persona del designado Carlos Vecchio) pronto podrá hacer uso de los fondos a nombre de la embajada por cuanto Estados Unidos ha reconocido a Guaidó como legítimo presidente. Por ello se respira un aire de optimismo basado en la creencia de que poco a poco, en un plazo corto o mediano, nuestra Venezuela irá saliendo del pozo en el que está sumida. En estas líneas se aspira a llamar a la realidad cruda, exenta de lo que los gringos denominan “wishfull thinking” y que nosotros decimos “creer en pajaritos preñados”. Este mismo mes acaba de anunciarse una sentencia de la Corte Internacional de Justicia de La Haya negando la pretensión Estados Unidos de tomar posesión y repartir entre los perjudicados aquellos fondos norteamericanos que fueron incautados por la revolución de Khomeini cuando llegó al poder en 1979.

Lo primero que se hace notar es que todos los temas hasta aquí señalados se refieren exclusivamente al campo del reconocimiento político, o sea, de la cosa pública. Nada se dice del campo de los compromisos del área privada que poco o nada tienen que ver con las soluciones que se puedan convenir en el ámbito de lo público: deuda externa, default, presión de tenedores legítimos de obligaciones válidamente contraídas, sentencias ya definitivamente firmes de tribunales extranjeros cuya jurisdicción fue reconocida por la República, litigios pendientes en marcha, laudos arbitrales definitivamente firmes que condenan a la República a pagos que rondan los 7.000 millones de dólares, embargos dictados por tribunales competentes que afectan activos de la República cuya liberación no es de la competencia ni de quienes aún permanecen usurpando Miraflores ni de quienes legítimamente (pero sin fuerza ejecutiva aún) ejercen la legítima representación de la República. Además, hay que tomar nota de que algunos de los principales acreedores (además de los públicos, que se negocian por otro canal) son empresas privadas de Rusia y China cuyos gobiernos aún mantienen el reconocimiento a Maduro, al que consideran legítimo. No son poca cosa.

No tenemos precisión numérica, pero se manejan cifras totales de 160.000 millones de dólares de los cuales una proporción importante difícil de cuantificar aún escapa al ámbito de la negociación pública. Estos compromisos habrá que afrontarlos.

La forma de salirse de esa suerte es la declaración lisa, llana y sin reservas del “default”, o sea, la cesación de pagos en todos los ámbitos. La primera consecuencia sería el impago de los bonos Pdvsa 2020 cuya garantía colateral es 50,1% de las acciones de Citgo con la inmediata pérdida de control de la empresa y la consecuente suspensión de los flujos de caja que son los que mantienen vivo al régimen actual y seguirían siendo la sangre que alimente al gobierno de transición hasta tanto se acomoden las cargas.

Es por esas razones que se recomienda a quienes en la actualidad están asumiendo las riendas del Estado que designen un equipo de especialistas (no de amigos políticos) que asuman la tarea de revisar y cuantificar todas las obligaciones pendientes tanto del Estado como del sector privado, toda vez que todo plan de pago que se convenga tendrá que recurrir a las reservas casi nulas que hoy tiene el Banco Central y las pocas o muchas que pueda acumular en un futuro que bien pudieran ser embargadas en su camino hacia Venezuela.

Vale la pena recordar el lamentable ejemplo que en circunstancias más o menos similares dio Argentina en 2002 cuando anunció al mundo que dejaba de pagar su deuda externa. El resultado fue la exclusión del país del circuito financiero mundial con consecuencias dramáticas para su población que –a diferencia de Venezuela– nunca dejó de comer. Posteriormente, en 2005 y 2010, el entonces presidente Kirchner, con actitud de guapo de barrio, creyó que había conseguido “reestructurar” parte de la deuda aprobando leyes que aspiraban a dictar las condiciones que –a juro– debían aceptar los acreedores. Consecuencia: Argentina siguió cual paria del circuito financiero con apenas un respiro que le dio Chávez con la chequera revolucionaria que para entonces parecía inagotable.

Final del cuento: Macri asume la jefatura del Estado en 2015 con una Argentina cercada financieramente por todas partes, hasta con su buque escuela de la Armada que había estado embargado en un puerto en Ghana por deudas, los “fondos buitres” de inversionistas sin corazón logrando sentencias y embargos en Nueva York, etc. Resultado: en menos de seis meses tuvo que bajar la cabeza, comerse el tradicionalmente crecido orgullo argentino y convenir el pago a todo el mundo. Solo a partir de allí Argentina consiguió –más o menos– levantar cabeza hasta hoy día, cuando enfrenta nuevos desafíos.

Ahora, paciente lector sabatino, convendrá usted en reconocer que el problema, sin duda, empieza por lograr el cambio de gobierno, pero no es allí que termina sino apenas que arranca la titánica tarea de “desfacer el entuerto”, tal como lo aconsejaba el mítico Don Quijote a su escudero Sancho Panza.


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