Nadie pone en duda que la conducción de Juan Guaidó, hasta este momento, ha sido acertada y ha dado buenos frutos que, gracias a ellos el régimen de Maduro, Padrino, Cabello y otros componentes armados, muchos de ellos foráneos y fichados internacionalmente como terroristas, por primera vez en muchos años quedó a la defensiva, desorientado, sorprendido, en algunos casos humillado, totalmente desnudo en su maldad sin que nada pueden hacer con su discurso populista, porque desde hace varios años ni engaña, ni convoca.

Hundido, como está en su metástasis de incompetencia y corrupción, cuyos mejores ejemplos después de 20 años gobernando sin obstáculos y con abundantísimos recursos provenientes de la industria que ellos mismos destruyeron, reposan Pdvsa y sus filiales, el sistemático colapso del sistema eléctrico, el mayúsculo deterioro de los servicios públicos, el sistema de salud en terapia intensiva, la actividad agroalimentaria en el suelo, con una escolaridad en picada, hechos que vienen ocurriendo desde los tiempos de Chávez hasta hoy, incapaz, gracias a su falsedad, de encontrar los caminos de la gobernabilidad y habiendo perdido por completo el fervor popular, se acerca cada día más a un inexorable final. Esto lo sabe la cúpula, pero aun así los usurpadores, lejos de renunciar, decidieron tomar el camino de la violencia contra ese 90% de la población que rechaza y protesta contra la escasez, la falta de alimentos, y medicinas, la hiperinflación que volvió pobres al 90% de la población, contra la inseguridad y demás aberraciones que el castrocomunismo promueve a sangre y fuego.

Cuando Maduro ordenó a los colectivos tomar las calles y salir en su defensa, no hizo otra cosa que darle paso al terror para detener la indignación popular que sacude a toda Venezuela. Cuando desde la cúpula, acompañados por las bayonetas de sus fuerzas de choque, dicen con estridencia: “Esta es apenas una mínima parte de lo que somos capaces de hacer”, añadiendo, mientras bailan y festejan tan macabra sentencia, estar dispuestos a “hacer el mayor daño posible antes de que nos saquen del poder”, nos hace revivir, por una parte, el terrorismo de Estado, fórmula tan de uso común en regímenes como los de Stalin, Musolini, Hitler, Stroessner, Pinochet, Duvalliere, los Castro y, por la otra, el abuso y la crueldad extrema que se vivieron en Venezuela en la Guerra Federal, cuando la psicosis siniestra de Martín Espinoza, masacraba poblaciones indefensas mientras gritaba: “La culpa de esto la tienen los ricos y los que saben leer y escribir”. Este hecho guarda similitud con el comportamiento y discurso de quienes heredaron, junto con el poder, el resentimiento que sembró Chávez con tanta vehemencia y maldad en sus discursos. A nadie le cabe duda que ese es y ha sido el motor de sus estrategias y su programa de sometimiento a la población, que ese propósito está incluido en la escasez de medicinas y alimentos, en la ruina de los servicios públicos, en la destrucción del aparato productivo de la nación, en la quiebra de sus grandes empresas, en la cadena de apagones, en el quiebre y deterioro de nuestra infraestructura, en la cadena de sufrimientos de una población que no lo merece, en la diáspora que desangra a la nación, en la presencia, fortalecimiento e impunidad de los colectivos que azotan a diario la paz de la gente y que ahora, con permiso otorgado, saquean y destruyen propiedades y siembran terror.

Las circunstancias han cambiado y la señal clara nos la dio el megaapagón en la cual, sin duda, siguiendo el ejemplo que les dio Fidel, el régimen tiene metida las manos al punto de haberlo convertido en parte “esencial” de su discurso político apelando a su desgastado antiimperialismo, cuando dijeron que la revolución había ganado “la guerra eléctrica”, obviando, por supuesto, su única y absoluta responsabilidad en el deterioro sistemático de la red eléctrica, deterioro que, de no ser deliberadamente programado, habría causado desde hace mucho tiempo la destitución del ministro responsable, y a quien, en cambio, el régimen privilegia con honores.

Hoy, al haber radicalizado el proceso, convencida como está la hegemonía de que no habrá intervención militar en Venezuela, el régimen hizo más grande la piedra en el camino de la ruta y eso, combinado con la exigencia de la comunidad internacional de exigir una salida democrática con un proceso electoral confiable, hizo mucho más estrecha la vía, hecho que le da más tiempo a la dictadura y alarga el posible cese de la usurpación, lo cual pone a la ruta de Juan Guaidó en condición de riesgo, por la sencilla razón de que los sufrimientos despiadados a los que el régimen está sometiendo al pueblo están exigiendo los cambios con extremada urgencia y eso obliga a revisar la estrategia porque el camino se alarga y, si bien es parte de la lucha, convocar a cabildos, movilizar al pueblo, ejercer nuevas presiones, avanzar hasta lograr un paro o una huelga indefinida para lograr el cese de la usurpación, son actividades que requieren tiempo, factor que juega en contra por las urgencias del mismo pueblo.

Mientras esas piezas en el tablero se acomodan, Guaidó seguirá siendo la obsesión y primer objetivo de la rabia de un régimen que insistirá, con todos los medios a su alcance y sin importa su naturaleza, en buscar la manera de hacerlo desaparecer del mapa político, y apostar, ya que mantener la mano de hierro de la dictadura al descubierto es muy riesgoso, a que regrese la pugna electoral entre candidatos que perdieron desde hace tiempo la confianza del electorado. Lo único malo de esa pretensión es que ni la Constitución ni el apoyo de más de 60 países democráticos, ni el pueblo que lo acompaña, ni la misma dirigencia opositora, lo permiten.

No hay que descartar, sin embargo, la posibilidad de que la radicalización por la vía de la violencia extrema decretada por el régimen persiga, además de amedrentar al liderazgo, cosa que no creo posible, detener a sangre y fuego la incesante protesta callejera de un pueblo realmente indignado por tanta humillación, lograr una negociación, pero poniendo las reglas. No es lo mismo decir, por ejemplo, “yo detengo la masacre a condición de…”, a que le digan: “Vete primero y hablamos después”.

No hay que olvidar que un régimen con pretensiones totalitarias, acorralado como está y apelando a la violencia, si bien es cierto que tiene mucho que perder, también es cierto con el juego trancado podría ganar algo entrando en ese terreno movedizo que son las negociaciones, hecho que en política nunca se puede descartar.


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