Escribo estas palabras porque la debacle venezolana está por llegar a su clímax. No sé si será mañana, en dos semanas o en seis meses, pero está llegando.

En tal sentido, con una seriedad que no le es característica a nuestra idiosincrasia, me es necesario graficar la tragedia. En el pasado comúnmente se ha hablado sobre la tiranía, entendiéndose como tal al terror que conlleva a las muertes de miles y, en ciertos casos, millones de seres humanos. En la historia los ejemplares son variados, desde el afán por la guillotina de los revolucionarios franceses hasta la brutalidad sistémica del nacional socialismo en Alemania, la Unión Soviética en Europa Oriental y el régimen de Mao Tse Tung en China. Sin embargo, ahora estamos en el siglo XXI, y con ello los neototalitarismos se han ajustado acorde con las circunstancias. La punta de la lanza en este respecto, para nuestra pena, es el caso venezolano detrás del advenimiento de la llamada revolución bolivariana.

A algunos venezolanos les gusta el concepto de sentirse pioneros. En cuanto a lo que nos concierne, el neototalitarismo al estilo latinoamericano, somos el más reciente. Parido a través de medios democráticos, sostenido por más de una década por la otrora bonanza petrolera y hoy convulsionado por la cantidad de violencia, controles y desfalcos, este ha tenido la oportunidad de destruir a una sociedad entera. Pero “¿cómo ha hecho esto?”, probablemente preguntará el lector, y yo responderé, sin tapujos ni reservas, el empobrecimiento inducido.

El totalitarismo, en todas sus variantes, ha dejado el mismo saldo: muerte, desolación e invasión de todas las esferas de la vida. Ahora bien, si algo puede atribuírsele al neototalitarismo venezolano es que es mucho más insidioso que sus contrapartes fascistas o comunistas. Este neototalitarismo, tal como se presencia hoy, no es aquel de Adolf Hitler o Joseph Stalin de ejecuciones en masa y fosas comunes. Este es uno que ha aprendido bien de sus predecesores y sabe que hay formas más efectivas de subyugación. Este es uno que destruye lentamente, gota a gota, pues nos necesita vivos para seguir teniendo a quien matar.

La malevolencia de este neototalitarismo es de la más extrema finura. No encontrarás sus acciones tipificadas en ninguna convención internacional. No lo verás ser acusado de genocidio. En el caso más optimista, cuando se resquebraja,  es cuando empieza a exhibir las actitudes que le son convencionales: persecución sistemática de la disidencia política, desapariciones forzadas, entre otras. Todos estos sucesos son, sin duda, horripilantes, lo verdaderamente triste es que a duras penas son la punta del iceberg. Lo que yace debajo del agua es su raíz, el trayecto que tomó para asomar la cabeza.

En política, se presume que los mandatarios buscan el bien de sus pueblos. En caso contrario, se afirma que los gobernantes están cometiendo errores, o lo que es decir, que sus fracasos no son voluntarios. Dejando de lado que el Estado es responsable tanto de sus acciones como de sus omisiones, el quid del asunto está en la siguiente pregunta: ¿qué significa cuando se gobierna mal a propósito? La respuesta no es fácil. Esta implica la comprensión de una lógica que las personas de bien ignoran: la lógica de la dominación. A tal lógica no le interesa tener un programa de gobierno, presentar a líderes estadistas o, mucho menos, aceptar que el Estado le sirva al ciudadano. Es fundamental entender que los dirigentes que obedecen a tal razonamiento no tienen como intención gobernar, entendido como guiar y dirigir a un pueblo, sino esclavizar.

La afición de este neototalitarismo es la de sostener una relación abusiva con quienes gobierna. Este inflige martirio al espíritu de una población a través de tácticas destinadas a volverlo cada vez más dependiente y temeroso. Nada es lo suficientemente bajo para él. Ningún método le es inaceptable. Este juega con las necesidades de las personas para instrumentalizarlas para sus fines políticos. ¿Necesitas la pensión? Vota por ya sabes quién. ¿Quieres la bolsa de comida? Ve el mitin político. ¿El niño requiere vacuna? Él no necesita su cédula, sino carnet de la patria. Su necesidad imperiosa de retener el poder está sobre las necesidades de cada ciudadano, por lo que no le importa que cada uno muera mientras que sus intereses no corran peligro. Es bajo de esta sombra en la que estamos muertos en vida, porque somos ovejas sacrificables en el altar de la revolución. ¿De qué otra forma puede explicarse un régimen que no le importa que los enfermos agonicen y los jóvenes emigren?

La referida lógica llevada a sus últimas consecuencias es lo que vivimos los venezolanos. Cuando nos resistimos emerge la represión clásica de los totalitarismos de antaño, pero el resto del tiempo somos víctimas de la mengua que este causó. Venezuela se transformó en un país en que nada funciona y la desidia reina rampante. Pasamos de un semáforo donde un amputado pide limosna para llegar a otro donde un niño abandonado le sigue el ejemplo. Sufrimos tanto la ansiedad de que no tenemos con qué pagar como aquella de que el producto no se consiga. Esperamos en colas por medicinas, mientras en la víspera contraemos difteria. Estamos perdidos entre si el transporte público funcionará o no y la exasperación de que no hay efectivo para poder usarlo. Transitamos en vehículos que se dañan por los huecos de la calle y luego llegamos a hogares en los que o no hay luz o no hay agua. Nuestras noches son de encierro por el miedo de que nos vejen o nos maten. En fin, este es el neototalitarismo venezolano del día a día, aquella tortura que transcurre en silencio, aquel delito que se comete sin bayonetas o cámaras de gas, ese dolo impensable: el desgobierno con toda alevosía.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!