Sabemos que es difícil, contradictorio y asqueante, pero hagamos un esfuerzo, un ejercicio mental y asumamos por un instante que las fraudulentas cifras y porcentajes electorales oficializado por el cubanizado Consejo Nacional Electoral son reales e impolutos. Terminan demostrando lo mismo. Más allá de la derrota anunciada para el bufón cooperante, y que este ahora proclama no reconocer, “tarde piaste, pajarito”, habría señalado con sapiencia Luis Herrera Campins, la debacle del pastor por quien ni los evangélicos votaron, los resultados muestran a un “presidente reelecto” y a un castro-madurismo devastados, incapaces de convocatoria, una fuerza que fue y ya no es.

Desde que Hugo Chávez enfermo terminal, adolorido y sedado informó al país que su heredero era Nicolás Maduro –para sorpresa, y ahora desgracia, de la gran mayoría–, el sucesor nombrado a dedo no ha logrado más que, aparte del peor gobierno en la historia venezolana, perder votos. Recuerden cuando enfrentado a Henrique Capriles ganó con casi 1 millón de votos menos que la última votación en respaldo a Chávez. Ahora gana con escasos 6 millones presuntos, es decir, pierde otros 2 millones de sufragios adicionales a los que ya malgastó en su primera elección cuando aún los Castro y muchos ilusos –que ya no lo son– podían abrigar esperanzas.

Independiente de quienes afirman que solo unos 3 millones o 4 millones de electores salieron a participar este domingo 20-M, los guarismos oficiales del CNE demuestran que a Maduro no lo quieren ni siquiera los militantes del PSUV, si son verdaderos los 6 millones de carnetizados, según alarde de Diosdado Cabello.

Esas sumas y proporciones indican crudamente que de poco sirvieron bonos, promesas de dinero y cajas CLAP, el madurismo no tiene popularidad ni fuerza en la Venezuela de hoy, y el Partido Socialista Unido de Venezuela tampoco. Esto lleva a preguntarnos, siempre en ese vomitivo ejercicio mental de imaginar verdaderas las cifras del CNE, qué sucedería si los candidatos hubieran sido Julio Borges, Henrique Capriles, Leopoldo López, Henry Ramos Allup o los verdaderos dirigentes que se han venido consolidando con la verdad, a fuerza de valentía y coherencia como banderas, y cada día más sólidos líderes de la oposición ciudadana, que no piden concesiones ni las dan, que no aceptan pendejadas ni las hacen, Antonio Ledezma y María Corina Machado.

¿Qué pensarán hoy los militares, testigos presenciales de primera línea en los centros electorales desiertos y que sacan sus propias cuentas? ¿Y qué piensa la ciudadanía, presente y partícipe de esos aplastantes vacíos?

La otra interrogante es cómo y en qué condiciones va a desenvolverse ahora un “presidente reelecto” sin pueblo ni orientación clara, un dirigente desnudo de popularidad, de recursos intelectuales y políticos personales, que ha sido rechazado oficialmente por los gobiernos con los cuales debe relacionarse le guste o no, con los gobiernos del Grupo de Lima que ya el mismo lunes 21-M llamaron a sus embajadores “a consultas”, con una administración estadounidense que no solo incrementó las sanciones a figuras principales del madurismo, sino que anuncia oficialmente que vendrán más, con gobiernos del mismo continente que han reiterado, antes y después del 20-M, que no aceptan los resultados oficiales y rechazan al presidente como reelecto.

La gran pregunta es cómo y por qué Maduro se mantiene en Miraflores cuando ni siquiera podrá rubricar negocios, créditos ni acuerdos porque su firma no será aceptada como válida. Y la cuestión más importante es cómo actuarán los chavistas, a quienes el desastroso régimen que han respaldado los pone contra la pared de la impopularidad y el fracaso.

Sin duda, hay un cambio profundo, fundamental, del 19 al 21 de mayo. No se trata de la furia aparente del candidato que se presentó como tibio opositor que no ha logrado convencer a nadie de su posición y ahora sale, olvidando la derrota avisada, a proponer nuevas elecciones tratando de rescatar sus posibilidades y las de cierta oposición –blandengue, timorata y acomodaticia– enclaustrada en la Asamblea Nacional que trata de hacer creer que la abrumadora abstención es mérito propio y no de los ciudadanos reacios a unas elecciones fraudulentas, írritas y engañosas. Y de algunos dirigentes empeñados en seguir cometiendo errores, como quienes pretenden exigir otra vez elecciones en octubre que representan a la «oposición oficial». Piden un nuevo diálogo, nuevas elecciones, haciendo el ridículo ante el mundo democrático y racional. Más que tristeza dan pena ajena. Al igual que Maduro, tienen que dimitir.

No es allí donde está el cambio, sino en la conducta de los electores, los que se quedaron en sus casas, los que rechazaron con su ausencia la estafa anunciada, los que están cada día más convencidos de que la solución más sencilla y conveniente es la dimisión del presidente a quien muy pocos acompañaron en su llamada, el abandono voluntario, en beneficio del país y del pueblo que tanto menciona, de una presidencia que, sin que nadie lo dude, le quedó demasiado grande.


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