(Para Teodoro Petkoff, In memoriam)

Los ojos del mundo están puestos sobre Venezuela. Pero ahora también sobre Centroamérica. La caravana de migrantes que partió de Honduras, siendo apenas una pequeñísima porción de la cantidad de venezolanos que han abandonado el país a consecuencia de la grave situación que atraviesa, obliga a una revisión a fondo de una problemática que va mucho más allá de las implicaciones inmediatas y puntuales que ella tiene.

Ciertamente el rompecabezas tiene varios componentes que hay que considerar y evaluar por separado, pero que al final conforman un todo indisoluble. Así, por ejemplo, no es lo mismo que la acción se lleve a cabo por estricta razón personal a que se ejecute compelido por actuaciones del Estado.

Efectivamente, en el primer supuesto se trata del ejercicio del derecho de transitar libremente, el cual –en el caso de nuestro país– está establecido en el artículo 50 de la Constitución, en los términos siguientes: “Toda persona puede transitar libremente y por cualquier medio por el territorio nacional, cambiar de domicilio y residencia, ausentarse de la República y volver, trasladar sus bienes y pertenencias en el país, traer sus bienes al país o sacarlos, sin más limitaciones que las establecidas por la ley”.

En el segundo supuesto, el Estado es responsable directo de la partida de sus ciudadanos. Y eso último es precisamente lo que está sucediendo con la emigración de los venezolanos y los hondureños.

Venezuela y Honduras reúnen los elementos que conducen a que se les incluya en la categoría de “Estado fallido” en virtud de la incapacidad que tienen para garantizar las condiciones civiles mínimas de la población. Los creadores del mencionado concepto fueron los politólogos norteamericanos Steven R. Ratner y Gerald B. Helman, quienes publicaron en la revista Foreign Policy (vol. 89, 1992) un trabajo títulado “Saving Failed States”. En dicho artículo denominaban de esa manera las entidades donde el gobierno no está en condiciones de cumplir con sus obligaciones fundamentales.

Pues bien, la reacción que ha tenido el presidente Donald Trump contra la caravana de migrantes ha sido brusca y cargada de amenazas, sin ir al fondo del problema. De nada le servirá reducir el apoyo económico que actualmente le suministra a Honduras, Guatemala y El Salvador, ni desplegar más de 5.000 miembros del componente militar, si no encuentra una fórmula más efectiva para atacar dicho drama. Este es entonces otro elemento del rompecabezas.

El hecho mismo de que Trump no descarte una intervención en Venezuela, mientras que el resto de los países se oponen a ella (tercera, pero no la última pieza del acertijo), pone de manifiesto otra diferencia de criterio a nivel de la región. Independientemente de cuál sea la opción que al final prevalezca, lo real y verdadero es que ningún país de nuestro continente se puede desentender del asunto, porque de una u otra forma se verá afectado por el escollo migratorio a gran escala, independientemente de los beneficios o perjuicios que ello conlleve.

Acá en México, donde me encuentro de visita, leo en la prensa que las autoridades han dado protección a muchos de los emigrantes hondureños que ya han ingresado al país e incluso le han suministrado permisos provisionales de trabajo. Lo que no sabemos es hasta dónde puede llegar esa buena disposición del gobierno azteca.

La cuestión de fondo es que los países tienen que acordar el tipo de acciones comunes o conjuntas que se han de adoptar para aislar o presionar a los Estados fallidos de la región, a fin de hacerlos entrar en sintonía con las prácticas democráticas de buen gobierno. Y para ello no tienen más que guiarse por la sabiduría popular, en los términos en que Aurora, una modesta mexicana, se lo expresó a un periodista de BBC Mundo de España: “Nadie estuviera pasando estas penurias, a rayo de sol y sufriendo lluvias, dejando sus casas y su familia si tuviera una vida digna en su país”.


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